La unidad de la antigua iglesia: la comunión

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Cuando hoy el papa envía solemnemente una encíclica a toda la cristiandad, empieza con estas palabras: A todos los patriarcas, arzobispos, etc., que guardan paz y comunión con la Sede Apostólica. Paz y comunión no son sólo unos términos que reaparecen continuamente en la antigua literatura cristiana, sino que designan un concepto que merece ser considerado como una de las claves para la inteligencia de la antigua Iglesia.


Comunión en el sentido que le daban los antiguos cristianos, es la comunidad de los fieles, de los fieles con los obispos, de los obispos entre sí, y de todos con su cabeza, con Cristo. El signo visible y al propio tiempo la causa, por la que esta comunidad es constantemente renovada, es la eucaristía, la comunión. El pecador está excluido de la comunión eucarística, y por ende también de la comunidad eclesiástica: está excomulgado. Si hace penitencia, es admitido de nuevo a la comunidad eucarística. El forastero, que viene de una iglesia lejana, es admitido a la comunión, si presenta una credencial de su obispo acreditando que pertenece a una comunidad ortodoxa; en caso contrario, se le niega la eucaristía y la hospitalidad.


Cuando, a mediados del siglo II, el obispo Policarpo se trasladó a Roma para establecer negociaciones acerca de la cuestión de la pascua, no pudo llegar a un acuerdo con el papa Aniceto; sin embargo, como más tarde escribía Ireneo al papa Víctor, «Aniceto le concedió la eucaristía en la Iglesia», es decir, le permitió celebrar la misa en la comunidad romana y administrar la comunión al clero y al pueblo, «y así se despidieron en paz». Lo que Ireneo quiere decir es lo siguiente: a pesar de subsistir las diferencias no se alteró entre ellos la comunidad eclesiástica, la paz o comunión. Aquí vemos claramente que paz significa algo muy distinto de «paz» en el sentido de concordancia de opiniones o ausencia de disputa. Paz y comunión significan una vinculación real, que no queda necesariamente disuelta por efecto de un litigio aun pendiente, y el signo de esta vinculación real es la celebración en común de la eucaristía.



En Roma, donde los presbíteros que vivían solos en las afueras no celebraban junto con el obispo, sino que, los domingos al menos, ofrecían el sacrificio de la misa en las iglesias titulares, se perpetuó la costumbre de que el obispo, que celebraba antes que los demás, hiciera llevar a las iglesias titulares por medio de acólitos, partículas consagradas, que el presbítero al decir la misa ponía en el cáliz. Aun hoy recuerda esta costumbre, en la misa, la oración Haec commixtio et consecratio, después del Pax Domini. El papa Inocencio I (401-417) explica así esta práctica: «para que ellos (los presbíteros) en este día señalado no se sientan separados de nuestra comunión».


Comulgar con los herejes significaba, en la antigüedad, recibir de ellos la eucaristía. De ahí que cuando un seglar salía de viaje, por regiones donde no había iglesias católicas, se llevaba consigo la eucaristía, para no verse obligado a tomar la comunión en una iglesia herética, pues esto hubiera significado afiliarse a la comunidad de los herejes. Esta idea era de una índole muy concreta: el obispo herético Macedonio de Constantinopla, en el siglo IV, a los católicos que se negaban a recibir la comunión de sus manos, los hacía llevar a la fuerza al altar y les abría la boca, convencido de que por este procedimiento quedaban inscritos en su comunión aunque fuera mal de su grado. En el siglo IV había en el Asia Menor una pequeña secta, la de los mesalianos, que no creían en la eucaristía. En consecuencia, permitían a sus miembros recibir la comunión de manos de los católicos o donde quisieran, pues sostenían que con ello no se creaba lazo alguno de comunidad.

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