¿Cómo creer?
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Sin embargo, está escrito: “Buscad y encontraréis, golpead y se os abrirá”.
Algunos que saben muy bien dónde está la puerta y saben también que se les abrirá, se abstienen de golpear, por temor a verse llevados a cambiar de vida, y a romper con sus costumbres. Es verdad no obstante que muchos buscan, y se quejan de no encontrar. El que encontró sin buscar está muy mal colocado para darles consejos, pero puede comunicarles lo que la experiencia le enseñó. Cuando fue convertido por sorpresa, tuvo la ocasión de verificar, en medio de la alegría, la espléndida exactitud de esta expresión del Evangelio: ‘”Si no os hacéis semejantes a estos niños, no entraréis en el reino de los cielos”. A decir verdad, para él, el procedimiento se había realizado al revés. Había entrado por favor inesperado en el reino de los cielos, antes de convertirse en un niño, pero es un hecho que, si tenía veinte años al entrar en la capilla de la calle Ulm, tenía cinco al salir, que el mundo era un bello jardín de creación absolutamente reciente, y que tenía el permiso para jugar en él por algún tiempo (es ocho años más tarde cuando la Gestapo debía tocar el silbato del fin del recreo).
Contrariamente a lo que parecen pensar aquellos que nos exhortan a formarnos “una fe adulta”, y por qué no arrugada, o barbuda, una fe-ejecutivo a la espera de la llegada de la fe de la jubilación, el espíritu de la infancia no consiste en hacerse el niño, en simular inocencia, en volver al biberón para representar el papel de adultos de corta edad. Es mucho más sencillo y mucho más difícil. Es reencontrar la frescura de la mirada, olvidar lo que se cree saber, mantenerse frente a los seres y las cosas como si se los viera por primera vez: esa mirada virginal, por así decir, que tiene el niño, es también la del pintor, o la del contemplativo. “No asombrarse de nada”, decía el viejo Horacio. Asombrarse de todo, y especialmente de estar aquí, es una de las claves del encuentro con Dios. Lord Beaverbrook, magnate de la prensa, había hecho colocar en todas sus salas de redacción el siguiente cartel: “El mundo comenzó esta mañana, y usted no sabe que Isabel es reina de Inglaterra”.
Es así como se debe mirar el mundo, si se quiere sorprender la verdad que esconde a sus concurrentes de costumbre. Pues la costumbre, que es la que mata el misterio, es el enemigo principal. El niño no es todavía su víctima. A él, las cosas se le aparecen de súbito en todo el esplendor de su novedad, como otras tantas sorpresas cargadas de propiedades mágicas. “Si ustedes no se hacen semejantes a niños”… no solamente no entrarán en el reino de los cielos, sino que no habrá reino de los cielos para sus ojos hastiados a los cuales el tiempo, y el acostumbramiento que viene con él, habrán hecho creer que ya vieron lo que en realidad no habrán mirado jamás. Imagínense que el tiempo, que crea ese acostumbramiento, cambia de pronto de ritmo, que todo lo que requiere meses, años o siglos, ocurre alrededor de ustedes en un instante, que los árboles se despliegan y que las flores se abren en algunos segundos, que toda la naturaleza, en fin, surgiera de súbito delante de ustedes en su profusión múltiple: entonces les parecerá un inmenso ramo y ustedes buscarán, como por instinto, entre las hojas, la tarjeta del generoso donante.
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