¿Por qué Dios no se muestra?
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Sería en todo caso mucho más sencillo. ¡Cuántos errores, faltas,
crímenes y desgracias se evitarían, si el bien supremo estuviera
presente entre nosotros y fuera visible a nuestros ojos!
Generalmente se dan tres motivos para esta ausencia de Dios que nos deja sumidos en la confusión y en la duda: el primero, que su presencia nos quitaría toda libertad de juicio y reemplazaría de alguna manera el determinismo de la naturaleza con el suyo, cuando él quiso que nosotros fuésemos seres libres; el segundo, que de este modo perderíamos los inmensos beneficios de la fe, con los méritos que a ésta están unidos; el tercero, por último, que la naturaleza de Dios es tan diferente de la nuestra (él es infinito y nosotros no lo somos, él es eterno, cosa que no somos tampoco, él es espíritu, y nosotros estamos hechos de materia sujeta a la disolución), que es imposible hacerlo entrar en el campo excesivamente reducido de nuestras facultades. Se agrega además, a veces, una cuarta razón, tomada de las Escrituras, según la cual nadie podría ver a Dios sin morir.
Pero esas razones son discutibles y se puede decir, remontándonos de la última a la primera, que nada podría impedir a Dios, si es todopoderoso, darnos el medio de captar su presencia, filtrando su luz; que la fe es seguramente algo hermoso, pero que los ángeles, que están en la presencia de Dios y, en consecuencia, no tienen que hacer ningún acto de fe, no son por ello menos amados que nosotros; por último, no se conoce casi ser humano alguno que no esté dispuesto a cambiar su libertad por un seguro de felicidad eterna.
Sin embargo, es claro que la presencia visible de Dios produciría otro mundo; y es éste el mundo que tenemos que comprender.
Es verdad que el retiro de Dios es la condición indispensable de nuestra libertad de conciencia, sin la cual no seríamos nada más que un juguete mecánico desprovisto de la menor aptitud para el diálogo.
Y es verdad, asimismo, que ese distanciamiento de Dios permite el nacimiento de la fe, lo que más aprecia Dios en nosotros. Es verdad también que nuestros sentidos no nos dan acceso más que a una pequeña parte de la realidad: si todas las “frecuencias’” del universo estuvieran impresas en una cinta de un kilómetro, nosotros no podríamos leer de ella más que un írocito de tres milímetros; en tales condiciones, no tenemos ninguna posibilidad de captar lo que se podría llamar la “frecuencia” de la luz increada.
Por último, es verdad y conforme a las Escrituras, que “nadie podría ver a Dios sin morir”, pues esta visión exigiría tal extensión de nuestras facultades que ello equivaldría a una metamorfosis.
Pero se puede dar una explicación diferente sobre esta actitud de discreción de Dios, una explicación extraída de la experiencia y que apela solamente a la caridad. Esta experiencia todos los místicos la viven o la vivieron alguna vez. “Vos sois Aquel que es todo —exclamaba Catalina de Siena— yo soy la que no es nada”, y no era un ejercicio de humildad, sino una simple constatación de la evidencia. La deslumbrante luz espiritual que envuelve a Dios revela la presencia invisible de una inocencia tan grande que, ante ella, todo ser se ve impelido a juzgarse a sí mismo, y son precisamente los mejores los más severos consigo, y he ahí justamente lo que, en su bondad, Dios no quiere.
Muchos, influidos por el austero pensamiento jansenista, se representan a Dios como juez, y temen presentarse ante su tribunal. Y es verdad que, ante la indecible pureza de Dios, nos veremos llevados a condenarnos a nosotros mismos, avergonzados, no de haber ofendido a un ser todopoderoso, sino de haber lastimado a un niño. Pero tendremos un abogado, y ese será Dios, quien abogará por nosotros contra nosotros mismos.
El gran drama de la especie humana es no comprender nada del amor, y fijarle límites que no existen nada más que en nuestro propio corazón.
Generalmente se dan tres motivos para esta ausencia de Dios que nos deja sumidos en la confusión y en la duda: el primero, que su presencia nos quitaría toda libertad de juicio y reemplazaría de alguna manera el determinismo de la naturaleza con el suyo, cuando él quiso que nosotros fuésemos seres libres; el segundo, que de este modo perderíamos los inmensos beneficios de la fe, con los méritos que a ésta están unidos; el tercero, por último, que la naturaleza de Dios es tan diferente de la nuestra (él es infinito y nosotros no lo somos, él es eterno, cosa que no somos tampoco, él es espíritu, y nosotros estamos hechos de materia sujeta a la disolución), que es imposible hacerlo entrar en el campo excesivamente reducido de nuestras facultades. Se agrega además, a veces, una cuarta razón, tomada de las Escrituras, según la cual nadie podría ver a Dios sin morir.
Pero esas razones son discutibles y se puede decir, remontándonos de la última a la primera, que nada podría impedir a Dios, si es todopoderoso, darnos el medio de captar su presencia, filtrando su luz; que la fe es seguramente algo hermoso, pero que los ángeles, que están en la presencia de Dios y, en consecuencia, no tienen que hacer ningún acto de fe, no son por ello menos amados que nosotros; por último, no se conoce casi ser humano alguno que no esté dispuesto a cambiar su libertad por un seguro de felicidad eterna.
Sin embargo, es claro que la presencia visible de Dios produciría otro mundo; y es éste el mundo que tenemos que comprender.
Es verdad que el retiro de Dios es la condición indispensable de nuestra libertad de conciencia, sin la cual no seríamos nada más que un juguete mecánico desprovisto de la menor aptitud para el diálogo.
Y es verdad, asimismo, que ese distanciamiento de Dios permite el nacimiento de la fe, lo que más aprecia Dios en nosotros. Es verdad también que nuestros sentidos no nos dan acceso más que a una pequeña parte de la realidad: si todas las “frecuencias’” del universo estuvieran impresas en una cinta de un kilómetro, nosotros no podríamos leer de ella más que un írocito de tres milímetros; en tales condiciones, no tenemos ninguna posibilidad de captar lo que se podría llamar la “frecuencia” de la luz increada.
Por último, es verdad y conforme a las Escrituras, que “nadie podría ver a Dios sin morir”, pues esta visión exigiría tal extensión de nuestras facultades que ello equivaldría a una metamorfosis.
Pero se puede dar una explicación diferente sobre esta actitud de discreción de Dios, una explicación extraída de la experiencia y que apela solamente a la caridad. Esta experiencia todos los místicos la viven o la vivieron alguna vez. “Vos sois Aquel que es todo —exclamaba Catalina de Siena— yo soy la que no es nada”, y no era un ejercicio de humildad, sino una simple constatación de la evidencia. La deslumbrante luz espiritual que envuelve a Dios revela la presencia invisible de una inocencia tan grande que, ante ella, todo ser se ve impelido a juzgarse a sí mismo, y son precisamente los mejores los más severos consigo, y he ahí justamente lo que, en su bondad, Dios no quiere.
Muchos, influidos por el austero pensamiento jansenista, se representan a Dios como juez, y temen presentarse ante su tribunal. Y es verdad que, ante la indecible pureza de Dios, nos veremos llevados a condenarnos a nosotros mismos, avergonzados, no de haber ofendido a un ser todopoderoso, sino de haber lastimado a un niño. Pero tendremos un abogado, y ese será Dios, quien abogará por nosotros contra nosotros mismos.
El gran drama de la especie humana es no comprender nada del amor, y fijarle límites que no existen nada más que en nuestro propio corazón.
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