Un minuto con Dios

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En muchas ciudades de nuestro medio existe una calle principal, una calle a la que se la denomina algo así como “la Vía Blanca”, porque está llena de luz.

Hasta existe una ciudad, a la que se la conoce con ese epíteto: “la ciudad Luz”.

El mundo de hoy, el hombre de hoy necesita luz, mucha luz blanca, que perfore el grueso manto de tinieblas, que le ocultan la verdad y el bien.

La luz viene de Dios, pero viene a través de los hombres; cada uno de nosotros debe llegar a conver­tirse en algo así como en un reflector de Dios.

Reflectores que reciban y transmitan y, si es posible, refuercen, la luz recibida; reflectores que iluminen y orienten; reflectores que hagan sentirse más seguros a cuantos alcanzan su chorro luminoso.

Disipar tinieblas, transmitir la luz, hermoso ideal.

“Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver la faz de Dios?” (Salmo 42, 10).

La faz de Dios será la que hará infinitamente felices a los que gocen de ella; tanto más feliz serás en esta vida, cuanto más puedas y sepas descubrir la faz de Dios en las personas y acontecimientos de la vida.

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