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¿Es necesario rezar?

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“Tal cosa no parece indispensable. Según la fe, Dios conoce todos nuestros deseos y nuestras necesidades mejor que nosotros mismos.

El puede muy bien prescindir de nuestras indicaciones. En cuanto a nuestras penas, o bien pertenecen al orden de la naturaleza, y la oración no puede cambiar nada en ello, o bien Dios permite que éstas nos alcancen únicamente en vista de un bien mayor, y lo sabio es sufrirlas sin quejarse.

 Por último, rezar a un ser de quien se ignora si existe realmente equivale a arrojar una botella al mar dudando de que encuentre alguna vez a alguien para recibirla. Por lo tanto, la plegaria es inútil en todos los casos”.
Sin embargo, Cristo nos dice: “Velad y orad”.


Los argumentos presentados aquí al respecto no toman en absoluto en cuenta la relación de caridad, la cual es, en Dios y en torno a Dios, el principio de la unidad de todo —y que incluye la duda y sus sufrimientos.

La oración va al amor, y el amor vuelve con ella en un corazón desembarazado de sí mismo.
Puede tomar diversas formas. La más elevada es la oración de alabanza, suprema actividad del espíritu, razón de ser de las religiosas y de los religiosos contemplativos; pero no es algo que les esté reservado solamente a éstos, es una cuestión de capacidad de admiración, cosa de la cual los humildes están por lo general ampliamente provistos.

La oración que consiste en pedir tiene mala reputación, sobre todo entre los avaros. Es considerada demasiado interesada para ser válida y, sin embargo, con una ternura exquisita, la parábola del hijo pródigo nos estimula a practicarla, pues es porque tiene hambre y porque tiene frío, es porque no tiene un centavo y porque está harto de cuidar cerdos cuyo alimento ni siquiera le está permitido compartir, en fin porque piensa con nostalgia en los obreros bien alimentados de la casa familiar, que pone fin a su desastrosa escapatoria y retorna al hogar paterno. Y su padre, no bien percibe su figura a la distancia, corre a estrecharlo entre sus brazos, perdona todo, ordena matar al ternero más gordo y realizar un banquete en su honor, y se regocija con toda clase de demostraciones de alegría por un retorno que debía poco a los remordimientos, y mucho a la necesidad.

 En esta parábola Cristo trata de hacernos comprender que el amor de Dios es tal que recibe con alegría a todos los que llegan a él, aunque fuera por interés: no existen límites para la bondad divina, y esto es algo que aun los creyentes mismos más sinceros tienen dificultad en concebir.

La más significativa de todas las oraciones es, a nuestros ojos, la de Cristo ante la tumba de Lázaro, el hermano de Marta y de María. De vuelta a Betania, después de algunos días pasados en la otra orilla del Jordán, Jesús se entera de la muerte de Lázaro, y llora, detalle que es oportuno señalar a aquellos que toman la fe por un anestésico.

 Las dos hermanas le reprochan lastimeramente su ausencia, convencidas de que su hermano viviría todavía si Jesús hubiese estado presente, después se dirigen con él a la tumba, una cripta cerrada con una gran piedra. Jesús dice: “Retirad la piedra”. La empujan, pues, hacia un costado.

Entonces, dice el Evangelio, Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: “Padre, gracias te doy por haberme oído.

 Bien sabía que siempre me oyes, mas es a causa de la gente que se encuentra aquí presente que lo digo, a fin de que crean que tú me has enviado”. Después exclamó: “¡Lázaro, ven fuera!” Y el que había estado muerto salió de la tumba.

Lo que yo destaco por el momento de este célebre episodio, es la oración muda y la acción de gracias pública que precedieron a la resurrección de Lázaro. ¿No tenía Jesús el poder para realizar por sí solo ese milagro? Tenía ese poder y no lo ejerció.

 La economía divina no es la nuestra; está fundada sobre el déficit absoluto y permanente del amor, el cual quiere que se le pida tocio al otro, quien no pide otra cosa que dar todo. La oración establece esa relación de caridad entre el alma y Dios, a tal punto que se puede decir sin ninguna paradoja que orar es escuchar a Dios.

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