¿Se puede creer en los milagros?

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Las objeciones son numerosas. No hablaremos de los ‘milagros’ contados por el Antiguo Testamento, tales como el paso del mar Rojo por los hebreos: al carecer de los manuscritos originales, no podemos saber exactamente cómo relataban éstos los hechos, los cuales pudieron ser modificados a través de los tiempos, al pasar de copia en copia. Los Evangelios están más cerca de nosotros y, si bien no poseemos tampoco textos originales, tenemos fundamentos para pensar que no variaron desde su redacción.

 Ahora bien, los milagros del Evangelio pueden ser clasificados en tres grandes categorías: las curaciones (los paralíticos, los sordomudos, los “posesos”), a las cuales se puede relacionar o incorporar las reanimaciones (la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Sarepta, y la más célebre, la “resurrección’ de Lázaro); las anomalías, tales como la marcha de Jesús sobre las aguas del lago Tiberíades o la multiplicación de los panes; los fenómenos sobrenaturales, como la Anunciación, la Ascensión, la venida del Espíritu Santo, las apariciones de Jesús después de la Pascua.

Los progresos de la medicina, en particular de la neurología y la medicina psicosomática, permiten dar explicaciones naturales a los milagros de curación-, además, casi todas las enfermedades ofrecen períodos de remisión: los curados por milagro del Evangelio quizá fueron beneficiados por esa circunstancia, sin contar con que nadie sabe si no padecieron recaídas. En cuanto a la reanimaciones, bastará con observar que en aquella época las constataciones de decesos se realizaban en base a apariencias, respecto a las cuales hoy se sabe que pueden ser engañosas.

En los tiempos antiguos, el número de enterrados vivos debió ser colosal. Ese fue, sin duda, el caso de Lázaro, cuyo despertar de un coma prolongado pudo coincidir con el regreso de Cristo.

Las anomalías son probablemente el efecto de espejismos, de ilusiones ópticas (la marcha sobre las aguas) o de un reaprovisionamiento discreto realizado por algunas personas de buena voluntad (la multiplicación de los panes).

En cuanto a los fenómenos sobrenaturales, son muy probablemente formas de transmitir por medio de imágenes realidades espirituales demasiado difíciles de comprender para las mentes simples, poniéndolas así al alcance de éstas. La Anunciación, por ejemplo, sería la forma de representar una toma de conciencia de su misión de una joven piadosa, la Ascensión una manera de figurar la preeminencia de Cristo sobre todas las cosas, la venida del Espíritu Santo representaría un momento de entusiasmo colectivo de los apóstoles al comprender de pronto, a favor de un cambio de ideas prolongado en el local donde estaban recluidos, la calidad excepcional de su mensaje. Las apariciones de Cristo después de su resurrección corresponden sencillamente al terreno de las alucinaciones.

Además, no es posible concebir a Dios contraviniendo las leyes naturales que estableció él mismo: sería muy mal ejemplo para sus criaturas.

Por último, los milagros, al forzamos a creer, nos privarían del mérito de la fe e irían por lo tanto contra la religión, en lugar de apoyarla. Más vale liberar al Evangelio de todos esos aportes mitológicos”.

Sin embargo, “nada es imposible para Dios”, dice Cristo. La razón atea o, por así decir, en bruto, no tiene absolutamente nada para oponer a los milagros. Solamente puede decir que no cree en ellos, y que otros sí creen. Para sostener que éstos suponen una contravención inadmisible a las leyes de la naturaleza, sería necesario todavía que dichas leyes nos fueran totalmente conocidas, cosa que está lejos de ocurrir. En última instancia, la razón en estado bruto podría sostener que Cristo, para curar, aplicó recursos de la naturaleza ignorados por su tiempo; pero eso sería de todos modos un homenaje, y el ateísmo no está inclinado a rendírselo.

Se dio por eliminados los milagros del Antiguo Testamento y especialmente el más espectacular de todos, el paso del mar Rojo por los hebreos: Nos enteramos en el libro del Éxodo de que éstos, al huir de los egipcios, habían visto abrirse el mar ante ellos para permitirles el paso, para luego cerrarse sobre el ejército de sus perseguidores.

El racionalismo, que no cuestiona la exactitud material de la narración, explica ese prodigio por el efecto de una corriente de viento huracanado que habría separado en dos las aguas del mar, justamente encima de una cresta de altos fondos desconocida.

 Ese viento habría cesado bruscamente detrás del último hebreo, las murallas líquidas del mar se habrían unido, sepultando en ellas a los soldados del faraón.

De acuerdo con nuestro conocimiento, éste sería el único viento huracanado filosemita y antimilitarista de la historia: hay explicaciones naturales más milagrosas aún que los milagros.

Cuando no se tiene ante los ojos más que el orden material, y se olvida el orden espiritual, se sostiene que, al realizar un milagro, Dios iría en contra del orden natural que fijó él mismo, lo cual es imposible.

Sin embargo, es lo que hace cada vez que perdona, y rompe el concatenamiento de las consecuencias del pecado en un alma sincera. El perdón es un milagro permanente, mucho más asombroso que cualquier prodigio físico.

Los milagros no sustituyen ni sustentan a la fe, como se afirma; por el contrario, la hacen entrar en un orden de exigencias más elevado. Así pues, los apóstoles, que asistieron a las dos anomalías aquí citadas (la marcha sobre las aguas y la multiplicación de los panes) atravesaron más bien mal, con excepción de San Juan, la prueba de fe que constituía la crucifixión del Mesías.

Es exacto que buen número de los que actualmente se preocupan por enseñarnos a leer el Evangelio, por temor de pasar por mentes simplistas ante los ojos del materialismo contemporáneo, despliegan verdaderos esfuerzos de ingenio, notables a veces, para racionalizar la fe eliminando los fenómenos sobrenaturales antes mencionados dándoles interpretaciones figuradas, simbólicas o alegóricas. Criterio sobre el cual hay tres observaciones que hacer.

La primera: desde los orígenes, todos los grandes espíritus nacidos de la fe cristiana tomaron los relatos de la Anunciación, de la Ascensión o de la venida del Espíritu Santo al pie de la letra, sin que ninguno de ellos se entregara jamás a esta especie de autopsia o de descuartizamiento que consiste en despojar al milagro de su carne para no conservar de él más que el espíritu.

La segunda: que ninguno de los nuevos expertos en las Escrituras tuvo alguna de esas experiencias místicas en las cuales lo imposible ocurre alguna vez. Al no haber visto jamás un ángel, ni encontrado un cuerpo glorioso, dudan de que alguien haya podido gozar de semejante fortuna, y terminan por dar una imagen semejante a la que daría alguien que se rehusara a creer que Armstrong estuvo y caminó sobre la luna, porque no estuvo allí con él.

La tercera: no sirve de nada eludir la Ascensión o la venida del Espíritu Santo cuando se está dispuesto a admitir la Encarnación, prodigio infinitamente más asombroso que todos los demás. Esto es lo que se llama filtrar la mosquita y tragar el camello.
El mayor milagro del Evangelio, es el Evangelio mismo.

En el Nuevo Testamento, las circunstancias de los milagros son casi más interesantes que los milagros mismos, los cuales no son tan sorprendentes si nuestro pensamiento no excluye a Dios de su creación. Cada uno de ellos contiene una lección, y justamente es esta lección lo que importa. Daremos tres ejemplos de ello.

Cuando Cristo cura a un enfermo, hace saber a los presentes que esa enfermedad que afecta al hombre no es consecuencia de un pecado de éste, o del pecado de sus padres, y con ello destruye un prejuicio tenaz de la antigua mentalidad judía que ligaba el sufrimiento a la falta.

 Este es uno de los numerosos pensamientos revolucionarios del Evangelio. Cuando el centurión pide a Cristo que salve a su servidor, es la fe del centurión (“Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero di únicamente una palabra y mi servidor será curado”) lo que resulta admirable, más aún que el milagro que le sigue, y del cual me atreveré a decir respetuosamente que es de rutina evangélica.

Por último, en la resurrección de Lázaro, lo verdaderamente extraordinario es la oración que precede al acontecimiento; en ella Cristo le pide a Dios lo que está perfectamente en condiciones de hacer por sí mismo, es decir, el retorno de Lázaro al mundo de los vivos: es una luz fugitiva sobre el misterio de la Santísima Trinidad misma, donde todo es caridad, en el que la da, en el que la pide cuando podría tomarla. Volveremos sobre este punto.

En consecuencia, el milagro es una señal, es cierto, pero es también, y sobre todo, una lección: la autenticidad de un milagro se reconoce en la amplitud de su enseñanza.

Para terminar, el milagro no pertenece al terreno de lo irracional, sino al de la razón extendida a lo espiritual.

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