Otros demonios

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La religión cristiana no acepta este dualismo. Cree en un solo Dios que existe desde toda la eternidad. Satán, el demonio, fue creado bueno, como todos los demás ángeles. El ángel que posteriormente se convirtió en demonio, tenía voluntad propia, libre y con gran inteligencia. Tenía en su “naturaleza” angélica, belleza, perfección y bondad; el profeta Isaías, en su parábola contra los babilonios, empleó la palabra Lucifer, con objeto de hablar de ese ángel caído. Este término es de origen latino y quiere decir “portador de luz”.

En el original hebreo no se le llama Lucifer, sino “Estrella del Día”, uno de los innumerables nombres de Venus, la estrella matutina; la palabra Lucifer fue usada posteriormente en este sentido por Cicerón y Tiberio. Y los primeros padres de la Iglesia, Origen, Tertuliano, San Cipriano y otros, también usaron la palabra Lucifer al escribir refiriéndose a Satán, que también significa “el adversario”.

Y así como acontece con la soberbia, Lucifer, se aisló de Dios. Es la soberbia precisamente lo que hizo de Satán el príncipe de los rebeldes, convirtiéndose en el “príncipe de las tinieblas”. Como consecuencia de este enfrentamiento, fue arrojado del cielo con su ejército insurgente, pero permaneció y permanece puramente espíritu.
Desde entonces recorre el mundo en todas las direcciones, esforzándose con sus legiones de demonios, para esclavizar y engañar al hombre mediante todas las seducciones posibles. Se comprende que desprecie todo lo humano. Dios, el cual, él perdió, se convirtió en hombre.

En el libro acerca del demonio, muy polémico, discutible, Giovanni Papini afirma que Lucifer tiene envidia del hombre porque Dios ama a éste y lo creó llevado solamente por su amor hacia él.

Los antiguos sabios talmúdicos estaban de acuerdo con la unicidad del Diablo, pero ello no les impedía mencionar los numerosos demonios que poblaban los desiertos de Judea o entraban en el cuerpo de los poseídos. Esta proliferación demoníaca sería recogida en el Nuevo Testamento y desarrollada luego por los patriarcas coptos. Para estos padres severos, la idea del coito era indisociable de la procreación, lo cual bastaba, según ellos, para explicar la incesante multiplicación del Diablo.

San Macario, por ejemplo, afirmaba que los demonios eran tan numerosos como las abejas, y los ángeles como las palomas mensajeras. A tenor de estas entelequias, y aunque juzgásemos lo más cercana posible la rebelión de Lucifer, los infiernos deberían tener ahora una superpoblación abrumadora, especialmente si al hecho que la caída fue anterior al hombre, sumamos el detalle de la inmortalidad de los demonios.

A esos abusos demográficos se opusieron los demonólogos renacentistas, argumentando que la inmortalidad de los demonios hacía innecesaria su capacidad reproductiva. Con todo, Alfonso de Spina (1430-1491), profesor de Salamanca y confesor de Juan II de Castilla, cifró el número de ángeles caídos en exactamente un tercio del de los ángeles celestiales, es decir, en la friolera de unos 130 millones.

Poco después, el médico alemán Joann Wier, contemporáneo del Dr. Fausto y discípulo de Cornelius Agrippa, estableció una cifra más sofisticada, basándose en las visiones de Juan Evangelista. Según el “Pandemónium” de Wier, a las órdenes de Satán habrían 66 príncipes infernales, cada uno con 666 legiones a su mando de 6.666 demonios por unidad. Son muchos demonios me parece a mí, aunque su presencia es constante en muchas acciones malévolas a lo largo de la historia de la humanidad.

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