¿Qué se puede decir de Dios?

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 Nada, o poca cosa, según parece. La Biblia no cesa de repetir que ‘sus pensamientos están más
allá de nuestros pensamientos’, que ‘nadie lo vio jamás’ ni podría verlo, y si es así, ¿cómo hablar de él? Las mejores mentes religiosas de hoy dirán que es ‘incognoscible’, que es el ‘Absolutamente Diverso’, con mayúsculas de cortesía que expresan, a la vez, el homenaje, la impotencia y la añoranza. Su naturaleza es tan diferente de la nuestra que desafía nuestro entendimiento, y, por otra parte, los antiguos Padres señalaban ya que nosotros no disponemos de ninguna palabra que fuera digna de calificarlo, que no podemos decirle ‘bello’ o ‘bueno’, a tal punto su belleza y su bondad sobrepasan lo que esos vocablos pueden designar en el terreno de nuestros mediocres pensamientos. Uno de ellos llega incluso a sostener, y la Iglesia no lo ha desmentido, que era indiferente llamarlo bello o feo, que esas palabras pierden todo significado frente a él, a causa de no existir punto de referencia o de comparación posible. En esas condiciones, todo lo que se puede decir de Dios es, en rigor, que existe, al menos según la fe. Lo demás es imaginación pura o especulaciones quiméricas”.

Sin embargo, del mismo modo que un desconocido puede presentarse nombrándose, lo incognoscible puede darse a conocer, y esto es lo que llamamos la Revelación.

Cuando se sostiene que Dios es incognoscible se dice la verdad, si se entiende por ello que no podríamos inscribirlo dentro de los límites de nuestra comprensión, a la cual excede en todos los sentidos.

Desgraciadamente no es así como es comprendida generalmente la palabra “incognoscible”. Para la mayoría de nosotros significa que no podemos saber nada de Dios, y los corazones simples, que son los mejores, deducirán de ello que es inútil interesarse en la religión puesto que ésta es la primera en reconocer que no sabe de qué habla.

En cuanto a la observación de los Padres de la Iglesia sobre nuestra impotencia para decir de Dios cualquier cosa que pudiera resultar adecuada, a tal punto que resultaría impropio, y en consecuencia indiferente, calificarlo de alguna manera, hace desde siempre las delicias de los filósofos religiosos, pero tiene el inconveniente de convertir a la oración en algo bastante difícil. ¿Se imaginan ustedes en una iglesia diciéndole a Dios: “Oh tú que no eres ni bello ni feo, ni bueno ni malo, que eres incognoscible y Absolutamente Diverso, ten piedad de mí, a quien hiciste a tu imagen y que, por esta razón, debo serte incognoscible también”?

Creo honestamente que la palabra “belleza” no podría aplicarse con justicia sino a Dios y únicamente a él, y que todas las bellezas del mundo no son más que reflejos disminuidos de la suya. Se necesitan muy pocas palabras para decir que se lo ama, y son todas adecuadas, los poetas y los místicos saben muy bien eso. Por otra parte, no entiendo de qué manera podría llamárselo el “Absolutamente Diverso” y continuar enseñando que Cristo, a quien fue posible acercarse, oírlo y tocarlo, es la segunda Persona de la Trinidad. “Quien me ve, ve al Padre”, dijo. ¿Y cómo nos pediría “rezar sin cesar”, si sabía que no tenemos ninguna palabra para hacerlo, y cómo le dirigiríamos la más bella de todas las plegarias, que consiste en agradecerle el ser lo que es?

Apoyarse en las Escrituras para afirmar que no se puede decir nada de Dios no es más que una perversa paradoja, cuando se sostiene, por otra parte, que éstas nos enseñaron casi todo lo que sabemos de él. En realidad podemos decir de Dios todo lo que nos sugiera nuestro corazón, cuando es puro, y nuestra mente cuando se olvida por fin a sí misma, y cuando el infranqueable abismo que se nos quiere señalar entre su persona y la nuestra no nos ocasiona ya otra forma de vértigo que el que produce la revelación de un amor increíble.

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