El hombre y la muerte

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El hombre, la muerte, las religiones
Una doble certeza, un conocimiento «constitutivo» previo a cualquier reflexión, habita en nosotros:
1) la muerte es cierta;
2) desconocemos lo que es; respecto de ella, sólo podemos ofrecer hipótesis inverificables experimentalmente.
El hombre y la muerte
Una ley de la naturaleza asocia indisolublemente el hecho de nacer y el hecho de morir.
La muerte es inevitable y el hombre lo sabe
El hombre sabe que va a morir. En la tradición occidental, Platón lo afirma rotundamente: «Para el hombre, para el que ha nacido, nada hay tan seguro como que va a morir». Y es lo que se expresa también, en la tradición oriental, en el pequeño relato contenido en el Libro tibetano de la vida y la muerte, se cuenta en él que el Buda recibe, un día, a una mujer desconsolada por la muerte de su hijo pequeño y le da la siguiente respuesta: «Mujer, para la desgracia que te abate, sólo hay un remedio. Baja a la ciudad y tráeme un grano de mostaza procedente de una casa en la que nunca haya habido muerte».
Gilgamesh, rey de Uruk, en la famosa epopeya mesopotámica fechada a principios del segundo milenio anterior a nuestra era, quiso también escapar a la muerte que había golpeado a su amigo Enkidu. «Mi amigo, a quien yo amaba», se lamenta, «se asemeja al barro», y se pregunta: «¿Está determinado que yo, como él, me acueste un día y no me levante ya jamás?». Para encontrar la inmortalidad, no duda en afrontar «el Océano de los fallecidos». Pero fracasa y comprende, a su vez, que nadie escapa a la muerte.
Este trance, por tanto, es inevitable. Está inscrito en la naturaleza humana. El hombre no sólo es un animal que habla y piensa; es un ser que sabe que puede en cualquier instante morir, y ese conocimiento, como dice Heidegger, constituye «una manera de ser que la realidad humana asume desde que ella existe». Es para el hombre, ser para la muerte, la forma misma de su vida.
El hombre no sabe lo que es la muerte
El hombre desconoce lo que es la muerte. Es para él un misterio absoluto. Algunos, como Epicuro, filósofo griego del siglo III antes de Jesucristo, piensan que la muerte no es más que una disgregación de los átomos materiales de los
que estamos hechos y que, por eso, no es nada. Él aconseja a su discípulo Meneceo: «Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros»5. En efecto, mientras estamos aquí, la muerte no existe, y cuando ella está, nosotros ya no existimos. Nada sobrevive de nosotros.
Otros afirman que la muerte es el paso a otro mundo. Así piensan Platón y Séneca, para quienes el día de la muerte es día de nacimiento, dies natalis.
Para los chinos, para quienes el nacimiento es el resultado de los impulsos Yin y Yang, que se consideran imbricados, la muerte es el proceso de su desimbricación, etc.
Aniquilación, paso, desimbricación... y otras tantas hipótesis que ninguna experiencia comprueba.
Sin embargo, no obstante estas dos evidencias, la certeza de la muerte y la de una ignorancia absoluta acerca de su esencia, el hombre no ceja en su intento de vencerla por la ciencia, la cultura, el pensamiento filosófico y, sobre todo, por la religión.
El vencer la muerte es claramente la tarea de la ciencia. La ciencia médica intenta apartar la muerte. Consigue retardarla, pero nunca llega a suprimirla. Sin embargo, postulando la validez de una verdad independiente de los mortales que la piensan, la ciencia, de alguna manera, hace fracasar la muerte personal. Nos abre a una especie de inmortalidad.
Inmortalidad que la cultura, de la que la ciencia es componente, viene a consolidar. En efecto, si la cultura es recepción de un saber proteico y transmisión de ese saber que sobrevive a sí mismo, ella traspasa los límites de toda vida. Por ejemplo, ¿no nos transmite el arte griego ese «sentimiento oceánico» con sabor a eternidad del que hablaba Freud? Y así mismo la literatura, el teatro, etc. La cultura es al mismo tiempo manifestación humana y asunción de la condición humana. Por las «obras» ella neutraliza la irreversibilidad del tiempo.
En cuanto al pensamiento filosófico, en la medida en que intenta elevarse por encima del mundo sensible inmediato, en el mismo corazón de la vida, él es superación de la muerte. Aristóteles, por ejemplo, recomienda «hacernos inmortales en la medida de lo posible» viviendo «de acuerdo con la parte más excelsa de nosotros mismos», la parte «divina», a saber, el espíritu8. Desde Platón a Heidegger, pasando por Montaigne, Leibniz y Spinoza, está claro que la filosofía no se ha propuesto aniquilar la muerte, sino superarla, quitarle su negatividad radical.
La ciencia, la cultura, el pensamiento filosófico, por consiguiente, emprenden un largo combate contra la muerte. Pero no hay duda de que las religiones son las que mejor y con más seguridad y amplitud han vencido a la muerte. Hasta tal punto que algunos paleontólogos han descubierto en las sepulturas el primer vestigio de un sentimiento religioso. El homo religiosus, según estos hallazgos, apareció cuando los hombres empezaron a cuidar de los cuerpos de los muertos.
Esos hombres, recogiendo los cadáveres, untándolos con ocre rojo, símbolo de la sangre y consecuentemente de la vida, colocándolos en posición fetal, anuncio de un nuevo nacimiento, y dejándoles en las tumbas alimentos, herramientas, alhajas... para una prolongación de la vida, han dado a entender que la muerte no era para ellos una desaparición definitiva sino una apertura a un más allá. Así, en el arte rupestre del Paleolítico superior, los símbolos como el arco iris y el puente terrestre sugieren una relación con el otro mundo.

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