El pecado original
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“Esta doctrina judeo-cristiana que pretende explicar el mal y el
desorden del mundo por medio del concepto de la existencia de una falta
inicial imputable a Adán y Eva, y cometida en un lugar misterioso
llamado ‘el paraíso terrenal’, es contraria a la teoría de la evolución,
de hoy en más científicamente establecida. La evolución postula un paso
laborioso e irresistible de lo elemental a lo complejo, que descarta la
idea de una caída, imposible de insertar en ese proceso, en beneficio
de un progreso y de una forma de ascensión continua hacia formas de vida
cada vez más ricas.
La doctrina del pecado original es una tentativa de explicación metafísica de las desgracias de los hombres, contradicha por la observación de la naturaleza”.
Sin embargo, no vemos la ventaja que puede haber en reemplazar un dogma por otro.
Si se reduce la evolución a esa verificación trivial que se hace sobre los cambios producidos en el mundo, e incluso sobre las metamorfosis tales como la del renacuajo en rana, o la de la oruga en mariposa, nadie pensará en negar esta evidencia. Pero si se pretende hacer de la “evolución” una especie de metafísica fundamental del universo, entonces tenemos el derecho de preguntarnos si no se nos cree todavía un poco más imbéciles de lo que nuestros sentimientos religiosos permiten pensarlo.
No hay uno, sino varios evolucionismos, los cuales, por otra parte, no se parecen entre sí. El transformismo de Lamarck no es el evolucionismo de Darwin, modificado a su vez por el neodarwinismo, pero todos los evolucionismos constituidos en teorías cientificistas tienen un punto en común: todos atribuyen a la naturaleza una aptitud esencial para ir de lo simple a lo compuesto, lo que le permite elaborar, sin objetivo ni razón algunos, organismos cada vez más complejos; esta facultad de “complejización” desempeñaría en la naturaleza el mismo papel que en el sueño la virtud soporífera de Moliere.
Hay en el evolucionismo cientificista una veta de comicidad inexplotada, adecuada para regocijar a los corazones simples. Es “un cuento de hadas para personas mayores”, decía Jean Rostand, evolucionista él mismo, a falta de haber encontrado algo mejor, y persuadido como estaba de que las preguntas más agudas de la mente humana no recibirían jamás respuesta. Hay que creer que las personas mayores no son más exigentes que los niños respecto a los cuentos de hadas, puesto que pudieron, sin pestañear, oír a Jacques Monod decir: “Es debido a que los antepasados del caballo habían elegido vivir en la llanura, y huir ante la aproximación de un depredador… que la especie moderna marcha sobre la punta de un solo dedo!”. Aplicada con rigurosa exactitud a través de las edades, esta decisión de galopar sobre un dedo no fue adoptada por todas las especies, y uno se pregunta por qué.
Que se deje todavía un poco de tiempo al caballo, y éste se herrará por sí mismo; que las carreras de caballos duren todavía algún tiempo, y transformará dos o tres de sus vértebras en un jockey. Excelente también el cuento de hadas del pez evolucionista que había resuelto ir a tomar aire: al salir del agua, comenzó a endurecer sus aletas ventrales para correr mejor por la orilla. No se sabe por qué se abstuvo de desplegar su aleta dorsal a manera de sombrilla, para aprovechar más agradablemente la playa durante los millones de años en los que no pertenecería ya a una especie, sin pertenecer todavía a la otra.
Si la naturaleza hubiera adoptado la teoría evolucionista, jamás habría tenido suficiente tiempo por delante para alcanzar sus objetivos, los cuales, por otra parte, le eran desconocidos, por medio del simple juego del azar y de la necesidad. Pero no es evolucionista, prefiere las metamorfosis, y transforma el renacuajo en rana en quince días. No tengo necesidad de decirles que está enteramente equivocada.
Los plazos de entrega de las especies son más largos en astrofísica, donde se cuentan en miles de millones de años. “En el principio era el Verbo”, dice el Evangelio. “En el principio era la sopa”, dice la astrofísica. El formidable despliegue de energía consecutivo al “Big Bang”, del que ya hablamos, habría producido un potaje de partículas en virtud del principio de convertibilidad de la energía en materia. Este nacimiento del universo material habría tenido lugar en un instante extremadamente breve, hace diez, quince o veinte mil millones de años. La continuación es mucho más laboriosa.
Las partículas originales, por el efecto de la simpatía y de la confianza que se inspiran, sin impulso ni dirección exteriores, habrían comenzado a asociarse, a combinarse entre sí de manera de formar, pasando de “quarcks” a átomos, de átomos a moléculas, arquitecturas cada vez más complicadas y variadas hasta lograr, después de miles de millones de años de esfuerzos sostenidos, componer un profesor de astrofísica con anteojos y bigotes. Es lo maravilloso en estado puro. La doctrina de la creación no pedía más que un solo milagro de Dios. La de la autocreación del mundo exige un milagro por microsegundo.
En una historia que hace del hombre un sobrino-bisnieto de la babosa o del gusano, salidos éstos, por su parte, de una larga coalición de partículas ingeniosas y perseverantes, no hay más lugar para una “caída”, que para un “paraíso terrenal”.
Pero el dogma judeo-cristiano de la creación y del pecado original tiene de todos modos una ventaja sobre la magia permanente del dogma cientificista: es mucho más razonable.
La doctrina del pecado original es una tentativa de explicación metafísica de las desgracias de los hombres, contradicha por la observación de la naturaleza”.
Sin embargo, no vemos la ventaja que puede haber en reemplazar un dogma por otro.
Si se reduce la evolución a esa verificación trivial que se hace sobre los cambios producidos en el mundo, e incluso sobre las metamorfosis tales como la del renacuajo en rana, o la de la oruga en mariposa, nadie pensará en negar esta evidencia. Pero si se pretende hacer de la “evolución” una especie de metafísica fundamental del universo, entonces tenemos el derecho de preguntarnos si no se nos cree todavía un poco más imbéciles de lo que nuestros sentimientos religiosos permiten pensarlo.
No hay uno, sino varios evolucionismos, los cuales, por otra parte, no se parecen entre sí. El transformismo de Lamarck no es el evolucionismo de Darwin, modificado a su vez por el neodarwinismo, pero todos los evolucionismos constituidos en teorías cientificistas tienen un punto en común: todos atribuyen a la naturaleza una aptitud esencial para ir de lo simple a lo compuesto, lo que le permite elaborar, sin objetivo ni razón algunos, organismos cada vez más complejos; esta facultad de “complejización” desempeñaría en la naturaleza el mismo papel que en el sueño la virtud soporífera de Moliere.
Hay en el evolucionismo cientificista una veta de comicidad inexplotada, adecuada para regocijar a los corazones simples. Es “un cuento de hadas para personas mayores”, decía Jean Rostand, evolucionista él mismo, a falta de haber encontrado algo mejor, y persuadido como estaba de que las preguntas más agudas de la mente humana no recibirían jamás respuesta. Hay que creer que las personas mayores no son más exigentes que los niños respecto a los cuentos de hadas, puesto que pudieron, sin pestañear, oír a Jacques Monod decir: “Es debido a que los antepasados del caballo habían elegido vivir en la llanura, y huir ante la aproximación de un depredador… que la especie moderna marcha sobre la punta de un solo dedo!”. Aplicada con rigurosa exactitud a través de las edades, esta decisión de galopar sobre un dedo no fue adoptada por todas las especies, y uno se pregunta por qué.
Que se deje todavía un poco de tiempo al caballo, y éste se herrará por sí mismo; que las carreras de caballos duren todavía algún tiempo, y transformará dos o tres de sus vértebras en un jockey. Excelente también el cuento de hadas del pez evolucionista que había resuelto ir a tomar aire: al salir del agua, comenzó a endurecer sus aletas ventrales para correr mejor por la orilla. No se sabe por qué se abstuvo de desplegar su aleta dorsal a manera de sombrilla, para aprovechar más agradablemente la playa durante los millones de años en los que no pertenecería ya a una especie, sin pertenecer todavía a la otra.
Si la naturaleza hubiera adoptado la teoría evolucionista, jamás habría tenido suficiente tiempo por delante para alcanzar sus objetivos, los cuales, por otra parte, le eran desconocidos, por medio del simple juego del azar y de la necesidad. Pero no es evolucionista, prefiere las metamorfosis, y transforma el renacuajo en rana en quince días. No tengo necesidad de decirles que está enteramente equivocada.
Los plazos de entrega de las especies son más largos en astrofísica, donde se cuentan en miles de millones de años. “En el principio era el Verbo”, dice el Evangelio. “En el principio era la sopa”, dice la astrofísica. El formidable despliegue de energía consecutivo al “Big Bang”, del que ya hablamos, habría producido un potaje de partículas en virtud del principio de convertibilidad de la energía en materia. Este nacimiento del universo material habría tenido lugar en un instante extremadamente breve, hace diez, quince o veinte mil millones de años. La continuación es mucho más laboriosa.
Las partículas originales, por el efecto de la simpatía y de la confianza que se inspiran, sin impulso ni dirección exteriores, habrían comenzado a asociarse, a combinarse entre sí de manera de formar, pasando de “quarcks” a átomos, de átomos a moléculas, arquitecturas cada vez más complicadas y variadas hasta lograr, después de miles de millones de años de esfuerzos sostenidos, componer un profesor de astrofísica con anteojos y bigotes. Es lo maravilloso en estado puro. La doctrina de la creación no pedía más que un solo milagro de Dios. La de la autocreación del mundo exige un milagro por microsegundo.
En una historia que hace del hombre un sobrino-bisnieto de la babosa o del gusano, salidos éstos, por su parte, de una larga coalición de partículas ingeniosas y perseverantes, no hay más lugar para una “caída”, que para un “paraíso terrenal”.
Pero el dogma judeo-cristiano de la creación y del pecado original tiene de todos modos una ventaja sobre la magia permanente del dogma cientificista: es mucho más razonable.
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