El sufrimiento

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Se dijo con razón, y se lo repite frecuentemente hoy en día, hasta en las iglesias, que el sufrimiento no tiene valor en sí. Su acción es puramente negativa. Debilita, degrada, a veces incluso envilece al ser humano. Reduce su autonomía cuando no la aniquila para hacerlo enteramente dependiente de los demás. Perturba, deforma o apaga sus facultades, lo conduce a la desesperación o, en el mejor de los casos, a una resignación acechante en la cual, como encogido en lo más profundo de sí mismo, no espera más que el rostro vacío de la liberación, que será su última visita. Es la piedra en la que tropiezan todas las sabidurías y todas las religiones: los más prudentes la contornean o simulan no verla. Saben perfectamente que el sufrimiento, y en particular el sufrimiento de los inocentes, es injustificable e incompatible con la hipótesis de Dios, a menos que se haga de éste el ser indiferente y lejano para quien Baudelaire, sin gran esperanza de ser oído, resumía toda la historia de la humanidad en los terribles versos en los que evoca fcese ardiente sollozo que rueda de edad en edad, y va a morir al borde de vuestra eternidad’.

No solamente hay que combatir el sufrimiento, cosa acerca de la que nadie disiente, pero si no se quiere caer en un ‘dolorismo’ que no sería más que un vicio como cualquier otro, también es preciso negarle todo sentido y toda utilidad; sin contar con que hace perder la fe a muchos, e impide creer a los otros”.

Sin embargo, Cristo sufrió y nos dijo que debía pasar por eso “para entrar en su gloria”, estando sobreentendido que en Dios la gloria no es otra cosa que la irradiación visible del amor.
El sufrimiento es el interrogante de los interrogantes. Se plantea con el primer vagido del niño que llega al mundo, y no cesa de perseguirnos hasta el fin, frente a aquel a quien el hálito potente de la agonía desprende de la ribera de los vivos. Negar el valor del sufrimiento no es, de ningún modo, acudir en ayuda de los enfermos, sino por el contrario arrancarles algo más, es una indignidad. Ellos son creadores de caridad alrededor de sí, en eso son semejantes a Dios, ¿y en eso quién podría decirse su igual? Tienen el poder de hacernos mejores, aunque no sea más que por un instante. ¿No les damos las gracias por ese beneficio? “Yo estaba enfermo, y me han visitado” nos dice Cristo. Y no: “Estabas enfermo, y los que te vinieron a ver tienen toda mi simpatía”. El es el enfermo, el leproso, el prisionero, el minusválido, y eso significa que, en el pobre ser que somos, toda insuficiencia es una forma de la presencia de Dios: quien no comprende eso, no comprenderá nunca nada del cristianismo.

Sucede, como se señala en las objeciones que preceden a esta respuesta que, bajo el golpe de una desgracia repentina, o ante el anuncio de una enfermedad irremediable que afecta a alguien cercano, algunos digan que “perdieron la fe”. Pero a menudo no la pierden más que para dárnosla, por su coraje, su persistencia, su paciencia, que despiertan nuestra admiración y testimonian que el ser humano es mayor que su condición y que existe una belleza del alma, que es incorruptible, según susurra algo en nosotros mismos.

En tales condiciones, hablar de la “falta de sentido” o de la “inutilidad” del sufrimiento demuestra solamente grosería espiritual. Por supuesto, se tiene razón al manifestar que un sufrimiento querido y buscado no sería más que un placer más, y que podría fácilmente girar a la abyección; solamente cuenta el sufrimiento impuesto, aquel que Cristo, en el monte de los Olivos, pidió por un instante que le fuera evitado, antes de aceptar su amargura.

Este indeseable no espera que se lo llame, y no perdona a nadie. Llega cuando menos se lo espera, se desliza hasta en la felicidad, cuya precariedad nos hace sentir. A veces, lo producimos nosotros mismos por nuestra reticencia para dar —pues si Dios es efusión, nosotros seríamos más bien retención— y esta avaricia, de la cual no siempre tenemos clara conciencia, forma en nosotros esas dolor osas concreciones de rechazo que son el equivalente psicológico de lo que la medicina llama “cálculos”. De ese don de sí que es alegría en el infinito de Dios, nuestros límites hacen un sufrimiento. Descarto los males que los hombres se causan los unos a los otros por su egoísmo, sus ambiciones, su voracidad, su fanatismo, el despliegue de ese odio rapaz que cubre aún con su sombra el calvario de Auschwitz, y todas las abominaciones de las que nos hacemos culpables con el ejercicio abusivo de nuestra libertad. De todos esos horrores y devastaciones solamente nosotros tenemos la responsabilidad. Nuestro siglo realizó prodigios, es verdad, pero no se distinguió menos en las masacres y en la mentira, y resulta absolutamente insoportable verlo, todavía pringoso de sus crímenes, volver hacia el creyente su rostro lívido de Caín para preguntarle: “¿Dónde está tu Dios?” cuando acaba de matarlo en el justo y en el inocente.

Dejo el siglo a sus obras, y vuelvo a ese sufrimiento impuesto que proviene, no de nuestras diversas perversiones morales, sino de nuestra condición humana, expuesta en todo momento a la separación y a la muerte. ¿Quién nos acusará de ser frágiles, efímeros, sujetos a la decadencia y a lo ineluctable? Hasta aquí, a semejanza del niño con un espejo que hace rebotar un rayo de sol para inflamar un fósforo, me esforcé en colocar todas las respuestas de este libro en la línea de acción de esa luz que me enseñó, de improviso, un día de julio, que Dios era dulzura misericordiosa e invencible, caridad pura, que todas las otras verdades no eran más que reflejos de aquella verdad; y es sobre ese algo irracional que se llama amor que intenté apoyar la lógica de mi discurso.

Pero ahora que tengo que hablar del sufrimiento del inocente, no se trata ya de imitar al niño que intenta atrapar el rayo que penetra por la ventana, se trata de entrar en el sol.
Conocí, creo haber conocido, en la barraca de los judíos del Fort Montluc, en los tiempos de los Klaus Barbie y de los proveedores de fosas comunes, todas las clases de dolores que la persecución y la barbarie pueden extraer del cuerpo humano y del alma sin defensa, la cual no es ya más que una vibración inaudible, un soplo asustado, un aliento de réquiem. Vi a aquellos que no eran más que una llaga, destrozados por los golpes de la nuca a los talones, y que se movían con precauciones infinitas, como en una invisible tienda de porcelana; aquellos a los que se había asfixiado en el agua fría y que no podían terminar de tiritar bajo su frazada, teniendo, en los ojos, la estela de una fuga enloquecida e imposible; aquellos que volvían vacilando a la vida, como si temieran que el odio, al encontrarlos de pie, viniera a tomarlos del cuello para conducirlos al suplicio; aquellos que temblaban noche y día por los suyos, libres, pero por cuántas horas, o encerrados, pero en qué casillero de prisioneros; aquellos que iban hacia las fauces de los fusiles con un paso de autómata, la mirada más allá de la realidad; aquellos a quienes los torturadores embriagados por el sentimiento de su omnipotencia martirizaban moralmente, esforzándose en humillarlos, en acosar en ellos todo cuanto podía haber de esperanza todavía, de manera de hacerles sentir lentamente, minuciosamente, los avances de un inexorable proceso de eliminación.
Mucho tiempo después, las garras rapaces del sueño me arrebataban casi todas las noches para conducirme de nuevo a ese recinto de todas las desolaciones, donde creía haber vivido todo lo que los nervios humanos pueden soportar sin romperse.

Yo no sabía todavía que existía un dolor que resume a todos los dolores, y ustedes no se imaginan con qué temeroso ardor deseo que a ustedes les sea por siempre ahorrado. Incluso todavía hoy, no tengo la fuerza suficiente para describirles esos momentos lúgubres, en los cuales, dentro del orden trastornado de las cosas, el cielo no es más que indiferencia, la tierra promesa de corrupción, y en los que vieron por última vez el rostro de un hijo a través de la abertura de una caja de madera. No hay desgracia más grande. El tiempo la atenúa, pero nunca la aleja mucho, y para que vuelva a invadirlos, basta un objeto, y el olor de una planta, un nombre, que no se pronuncia ya a sí mismo, el grito de un pájaro, cierto silencio, una nada. Y después, un día, que será otro día de revelación, a la vuelta de una esquina, el lanzazo del recuerdo volverá a alcanzarlos por milésima vez. Entonces pensarán de pronto que nada sería peor que el olvido, que este sufrimiento que en otro tiempo sobrepasó todos los límites, es la prueba de que amaron, que esta prueba es la justificación de su existencia, su bien más precioso, el único que se llevarán cuando el resto vuelva al polvo. Sentirán la convivencia profunda del sufrimiento y del amor en su naturaleza perecedera.

Viendo como, con una potencia casi infinita, el sufrimiento al mismo tiempo los habrá unido indisolublemente a sus seres queridos, abierto a la piedad y entregado a la más anecdótica de las lágrimas de un niño, a qué punto los habrá vuelto más sensibles a la pena y a la soledad de los otros, de todos los otros, de qué manera, en fin, desde ese mundo éste se convierte en caridad, pensarán en la pasión de Cristo, que está en el corazón de la fe de ustedes. Y comprenderán, qué digo, sabrán, verán maravillados que, si bien la justicia y la misericordia podrían muy bien evitar el camino de la cruz para salvar a los hombres, no había otro que éste para el amor encamado.

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