¿Qué hay después de la muerte?
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Parece que no hay nada. En realidad, no es posible discernir en un
muerto ningún elemento inmaterial de supervivencia que pudiera escapar
al proceso de descomposición.
‘No encontré el alma bajo mi escalpelo’, decía Glande Bernard. Casi no se la encuentra tampoco en el discurso religioso, tan imprecisa y poco localizable es esta noción en el ser humano.
Se renunció al mismo tiempo a la fantasía medieval del ‘cielo’, lugar donde las almas bienaventuradas se movían alrededor de Dios agitando perezosamente palmas y entonando cánticos, actividad monótona de la cual Descartes temía cansarse.
La Iglesia misma parece vacilante sobre este capítulo, puesto que, por un lado, invita a la esperanza en ese cielo, mientras que, por otro lado, invoca sobre los difuntos la gracia del ‘descanso eterno’. Hoy tenemos una religión mucho más razonable, que prefiere dedicar sus fuerzas a hacer sobre esta tierra ese ‘mundo mejor’ que antiguamente se situaba en los cielos”.
Sin embargo, Cristo dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. ¿Quién los consolará si no es él, y cómo serían consolados sin aquellos a los que amaron?
Las objeciones no se sostienen.
— “Siglo de las manos”, decía Rimbaud de su época, y ciertamente es preciso constatar que el siglo XIX cientificista tenía la mano particularmente grosera. Un elemento inmaterial, por definición, escapa a la aprehensión y al bisturí. Si Glande Bernard hubiera encontrado un alma bajo su escalpelo, habría dado un duro golpe a la religión.
— Descartes temía aburrirse de contemplar a Dios durante “diez mil años”. No se le ocurrió jamás la idea clara y distinta de que Dios podría aburrirse mucho más pronto de contemplarlo a él. Nuestro gran agrimensor de los límites del sentido común lo ignoraba todo respecto a la contemplación, la cual no está sometida ni al tiempo, ni a la extensión, ni a los reglamentos de la oficina de pesas y medidas.
— Los materialistas se complacen en atribuir a nuestros antepasados errores que no cometían, y de los que salían cómodamente. En consecuencia, sonríen con condescendencia ante la ingenuidad de los antiguos, quienes, según ellos, creían que la tierra era plana como una mesa. Ahora bien, los antiguos sabían perfectamente que la tierra era redonda, y Aristóteles le atribuía incluso la forma de una pera.
Del mismo modo, se burlan de ese paraíso que los pintores alojaban encima de las nubes, un cielo sobre el que los materialistas, especie conmovedora, creen saber que no contiene ninguna presencia.
Pero el cielo es el universo espiritual de Dios. Y no solamente existe, sino que nos rodea, nos envuelve y nos atraviesa, del mismo modo en que estamos atravesados sin cesar y sin saberlo por cantidades de rayos e incluso de partículas, que no son menos inasibles.
— Tenemos, es cierto, el deber de trabajar en la construcción de un mundo mejor, y el hecho de lograr uno menos malo sería ya un resultado apreciable. Pero resultaría absurdo reducir nuestras esperanzas a un arreglo más satisfactorio de esta tierra, pasando a la cuenta de ganancias y pérdidas todas las desgracias del pasado y del presente, corno si no se tratara más que de desechos inevitables en el proceso de nuestras futuras realizaciones políticas. Todas esas lágrimas, toda esa sangre, de las que desborda nuestra historia, ¿no habrían servido más que para edificar una ciudad terrestre ideal, cuya inauguración sería constantemente remitida a una fecha posterior?
Y recuerdo que, en el Apocalipsis, la nueva Jerusalén desciende del cielo, y no sube de la tierra como otra Babel destinada a derrumbarse.
Por último, cuando la Iglesia habla de “descanso eterno” piensa en nuestro pobre cuerpo, que va a ser depositado por un tiempo indeterminado en uno de esos cementerios que no son nada más que los vestuarios de la resurrección.
¿Qué hay después de la muerte?
De atenerse a la fe, la que cree en la resurrección, y en la razón, restringida al perímetro de los sentidos, la respuesta es sencilla: la muerte es un guiño.
Los ojos de la carne se cierran sobre este mundo y se abren de inmediato sobre la resurrección, al ser abolido el tiempo, los siglos no entran en consideración. He ahí para el cuerpo lo que puede decir la fe cuando se la contiene dentro de los límites de la observación material, lo cual, por otra parte, no es hacerle ningún servicio.
¿Pero el ser humano no es nada más que un cuerpo, un condensado de moléculas dispersadas por el viento un día u otro? La fe, que sabe más de ello por virtud de la revelación y de la experiencia mística, puede decir más.
La fe aprendió por Cristo que “el ojo no vio, el oído no oyó, lo que Dios preparó para aquellos que lo aman”. Atenta a todas las palabras del Evangelio, guarda en su corazón una expresión, de la que no se extrae generalmente todo el sentido que contiene. Interrogado por los Saduceos sobre la resurrección, en la que no creían, Jesús les dice lo que seremos cuando todo se haya cumplido, y agrega esas palabras cuyo alcance no se mide siempre, quizá porque las enuncia como una trivialidad de las Escrituras: “Por otra parte, ¿Dios no dijo a Moisés, yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob? Es, por lo tanto, el Dios de los vivos”. Se concluye generalmente que es el Dios de la vida, no de la muerte, cuando acaba de entregarnos, como por descuido, un secreto sin precio: Abraham, Isaac y Jacob están siempre vivos, aunque hayan desaparecido hace mucho tiempo, esa muerte que es una dura realidad para nosotros no existe para Dios; todo ser a su imagen lleva un nombre, el cual expresa su persona, y esa imagen es imborrable, Dios no olvida jamás ese nombre, y esa persona, así haya tenido un instante o un siglo de vida, ¿cómo no viviría en él, cuando sobrevive en nuestra insignificante memoria?
En cuanto a la experiencia mística, es la que da la certeza de que “después de la muerte” hay un Dios, y esto será, les respondo de ello, una gran sorpresa para muchos. Se darán cuenta con el asombro que sentí yo el día de mi conversión, y que dura todavía, de que hay “otro mundo”, un universo espiritual hecho de luz esencial de un resplandor prodigioso, de una dulzura trastornadora, y, al mismo tiempo, todo lo que les parecía inverosímil la víspera les parecerá natural, todo lo que les parecía improbable les resultará deliciosamente aceptable, y todo lo que negaban les será gozosamente refutado por la evidencia. Se darán cuenta de que todas las esperanzas cristianas eran fundadas, incluso las más locas, esas que no lo son aún bastante para dar una justa idea de la prodigalidad divina. Comprobarán, como yo lo comprobé, que los ojos de la carne no son necesarios para recibir esa luz espiritual y magistral, que éstos más bien nos impedirían verla, y que ilumina en nosotros una parte de nosotros mismos que no depende de ningún modo de nuestro cuerpo. ¿Cómo puede ser eso? No lo sé —no lo sé en absoluto— pero sé que lo que digo es verdadero.
‘No encontré el alma bajo mi escalpelo’, decía Glande Bernard. Casi no se la encuentra tampoco en el discurso religioso, tan imprecisa y poco localizable es esta noción en el ser humano.
Se renunció al mismo tiempo a la fantasía medieval del ‘cielo’, lugar donde las almas bienaventuradas se movían alrededor de Dios agitando perezosamente palmas y entonando cánticos, actividad monótona de la cual Descartes temía cansarse.
La Iglesia misma parece vacilante sobre este capítulo, puesto que, por un lado, invita a la esperanza en ese cielo, mientras que, por otro lado, invoca sobre los difuntos la gracia del ‘descanso eterno’. Hoy tenemos una religión mucho más razonable, que prefiere dedicar sus fuerzas a hacer sobre esta tierra ese ‘mundo mejor’ que antiguamente se situaba en los cielos”.
Sin embargo, Cristo dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. ¿Quién los consolará si no es él, y cómo serían consolados sin aquellos a los que amaron?
Las objeciones no se sostienen.
— “Siglo de las manos”, decía Rimbaud de su época, y ciertamente es preciso constatar que el siglo XIX cientificista tenía la mano particularmente grosera. Un elemento inmaterial, por definición, escapa a la aprehensión y al bisturí. Si Glande Bernard hubiera encontrado un alma bajo su escalpelo, habría dado un duro golpe a la religión.
— Descartes temía aburrirse de contemplar a Dios durante “diez mil años”. No se le ocurrió jamás la idea clara y distinta de que Dios podría aburrirse mucho más pronto de contemplarlo a él. Nuestro gran agrimensor de los límites del sentido común lo ignoraba todo respecto a la contemplación, la cual no está sometida ni al tiempo, ni a la extensión, ni a los reglamentos de la oficina de pesas y medidas.
— Los materialistas se complacen en atribuir a nuestros antepasados errores que no cometían, y de los que salían cómodamente. En consecuencia, sonríen con condescendencia ante la ingenuidad de los antiguos, quienes, según ellos, creían que la tierra era plana como una mesa. Ahora bien, los antiguos sabían perfectamente que la tierra era redonda, y Aristóteles le atribuía incluso la forma de una pera.
Del mismo modo, se burlan de ese paraíso que los pintores alojaban encima de las nubes, un cielo sobre el que los materialistas, especie conmovedora, creen saber que no contiene ninguna presencia.
Pero el cielo es el universo espiritual de Dios. Y no solamente existe, sino que nos rodea, nos envuelve y nos atraviesa, del mismo modo en que estamos atravesados sin cesar y sin saberlo por cantidades de rayos e incluso de partículas, que no son menos inasibles.
— Tenemos, es cierto, el deber de trabajar en la construcción de un mundo mejor, y el hecho de lograr uno menos malo sería ya un resultado apreciable. Pero resultaría absurdo reducir nuestras esperanzas a un arreglo más satisfactorio de esta tierra, pasando a la cuenta de ganancias y pérdidas todas las desgracias del pasado y del presente, corno si no se tratara más que de desechos inevitables en el proceso de nuestras futuras realizaciones políticas. Todas esas lágrimas, toda esa sangre, de las que desborda nuestra historia, ¿no habrían servido más que para edificar una ciudad terrestre ideal, cuya inauguración sería constantemente remitida a una fecha posterior?
Y recuerdo que, en el Apocalipsis, la nueva Jerusalén desciende del cielo, y no sube de la tierra como otra Babel destinada a derrumbarse.
Por último, cuando la Iglesia habla de “descanso eterno” piensa en nuestro pobre cuerpo, que va a ser depositado por un tiempo indeterminado en uno de esos cementerios que no son nada más que los vestuarios de la resurrección.
¿Qué hay después de la muerte?
De atenerse a la fe, la que cree en la resurrección, y en la razón, restringida al perímetro de los sentidos, la respuesta es sencilla: la muerte es un guiño.
Los ojos de la carne se cierran sobre este mundo y se abren de inmediato sobre la resurrección, al ser abolido el tiempo, los siglos no entran en consideración. He ahí para el cuerpo lo que puede decir la fe cuando se la contiene dentro de los límites de la observación material, lo cual, por otra parte, no es hacerle ningún servicio.
¿Pero el ser humano no es nada más que un cuerpo, un condensado de moléculas dispersadas por el viento un día u otro? La fe, que sabe más de ello por virtud de la revelación y de la experiencia mística, puede decir más.
La fe aprendió por Cristo que “el ojo no vio, el oído no oyó, lo que Dios preparó para aquellos que lo aman”. Atenta a todas las palabras del Evangelio, guarda en su corazón una expresión, de la que no se extrae generalmente todo el sentido que contiene. Interrogado por los Saduceos sobre la resurrección, en la que no creían, Jesús les dice lo que seremos cuando todo se haya cumplido, y agrega esas palabras cuyo alcance no se mide siempre, quizá porque las enuncia como una trivialidad de las Escrituras: “Por otra parte, ¿Dios no dijo a Moisés, yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob? Es, por lo tanto, el Dios de los vivos”. Se concluye generalmente que es el Dios de la vida, no de la muerte, cuando acaba de entregarnos, como por descuido, un secreto sin precio: Abraham, Isaac y Jacob están siempre vivos, aunque hayan desaparecido hace mucho tiempo, esa muerte que es una dura realidad para nosotros no existe para Dios; todo ser a su imagen lleva un nombre, el cual expresa su persona, y esa imagen es imborrable, Dios no olvida jamás ese nombre, y esa persona, así haya tenido un instante o un siglo de vida, ¿cómo no viviría en él, cuando sobrevive en nuestra insignificante memoria?
En cuanto a la experiencia mística, es la que da la certeza de que “después de la muerte” hay un Dios, y esto será, les respondo de ello, una gran sorpresa para muchos. Se darán cuenta con el asombro que sentí yo el día de mi conversión, y que dura todavía, de que hay “otro mundo”, un universo espiritual hecho de luz esencial de un resplandor prodigioso, de una dulzura trastornadora, y, al mismo tiempo, todo lo que les parecía inverosímil la víspera les parecerá natural, todo lo que les parecía improbable les resultará deliciosamente aceptable, y todo lo que negaban les será gozosamente refutado por la evidencia. Se darán cuenta de que todas las esperanzas cristianas eran fundadas, incluso las más locas, esas que no lo son aún bastante para dar una justa idea de la prodigalidad divina. Comprobarán, como yo lo comprobé, que los ojos de la carne no son necesarios para recibir esa luz espiritual y magistral, que éstos más bien nos impedirían verla, y que ilumina en nosotros una parte de nosotros mismos que no depende de ningún modo de nuestro cuerpo. ¿Cómo puede ser eso? No lo sé —no lo sé en absoluto— pero sé que lo que digo es verdadero.
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