La bioética
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“Por el momento, la “bioética’ es el esbozo de una nueva moral que toma en cuenta los últimos desarrollos de las ciencias, que plantean a la conciencia universal problemas completamente inéditos. Se comprende que se traía menos de fijar límites a la investigación, lo cual sería inadmisible y, por otra parte, inoperante, cuanto de formular algunos principios cíe explotación de los descubrimientos científicos, los que son siempre benéficos, aunque no estén siempre carentes de peligro. Por lo tanto, más bien que de una moral que se apoya en lo prohibido, en la obligación y la sanción, sería mejor hablar de una sabiduría cuya construcción los prejuicios religiosos no liarían más que trabar. Pues la enorme afluencia de los descubrimientos de la biología y de la medicina modernas nos brindan cada día nuevas respuestas que la religión no tiene los medios para ofrecer, dado que su moral reposa en gran medida en la obediencia de una ‘ley natural’ que la ciencia corrige y mejora sin cesar”.
Sin embargo, no vemos cómo se podría edificar una nueva moral o una nueva sabiduría de las ciencias de la vida, en particular de la vida humana, sin tener, previamente, una concepción del hombre; cosa que, por el momento, la religión es la única en ofrecer..
Los poderes del conocimiento están hoy en día más extendidos que el conocimiento mismo. En consecuencia, podemos actuar sobre la vida mientras ésta no está todavía más que en estado de promesa, pero no sabemos lo que es la vida, misterio burlón o don gracioso de las estrellas que habrían antiguamente inseminado la tierra, la última teoría de moda; podemos disputar un ser a la muerte, pero no sabemos lo que es la muerte, respecto a la cual lo único que podemos hacer es “constatarla”, de una manera que, por otra parte, cambió mucho a través del tiempo: antiguamente, según dicen, se mordía el dedo gordo del pie del presunto difunto para asegurarse de su indiferencia definitiva a las pruebas de este mundo, práctica, dicen, que valió a los empleados de pompas fúnebres el nombre de “masca-muerto” (así se les dice en Francia); más tarde se remitieron al testimonio de un espejo encargado de recibir el empañamiento de un eventual hálito de vida; después se confió en la detención del corazón, prueba aleatoria sin los medios de control modernos; y, por último, desde hace cierto tiempo, al encefalograma en línea horizontal que tiene valor de certificado de defunción, pero no se podría decir con precisión en qué momento desapareció el principio de unidad que determinaba la cohesión de la persona; sabemos transformar la materia en energía, a riesgo de convertir a doscientos mil seres humanos en luz y en calor, pero no sabemos lo que es la materia; nuestros
descubrimientos no están acompañados de un folleto explicativo, y todos los días aumenta el desfasaje entre lo que nuestro saber nos permite hacer, y lo que nos permite comprender: el hombre sigue siendo un misterio para nosotros, desde su comienzo, que parece pertenecer al dominio de la magia, hasta su fin, lo que tiene siempre el aire de una anomalía.
En tales condiciones, la nueva ética, al no tener casi base para asentar un juicio, no puede enunciar principios y no puede hacer otra cosa que emitir recomendaciones. A fin de cuentas, todo depende efectivamente de las conciencias individuales y de la idea que cada una de ellas se haga de la condición humana, lo cual es tranquilizador para el futuro de la investigación, pero un poco menos para el nuestro.
Sin embargo, no vemos cómo se podría edificar una nueva moral o una nueva sabiduría de las ciencias de la vida, en particular de la vida humana, sin tener, previamente, una concepción del hombre; cosa que, por el momento, la religión es la única en ofrecer..
Los poderes del conocimiento están hoy en día más extendidos que el conocimiento mismo. En consecuencia, podemos actuar sobre la vida mientras ésta no está todavía más que en estado de promesa, pero no sabemos lo que es la vida, misterio burlón o don gracioso de las estrellas que habrían antiguamente inseminado la tierra, la última teoría de moda; podemos disputar un ser a la muerte, pero no sabemos lo que es la muerte, respecto a la cual lo único que podemos hacer es “constatarla”, de una manera que, por otra parte, cambió mucho a través del tiempo: antiguamente, según dicen, se mordía el dedo gordo del pie del presunto difunto para asegurarse de su indiferencia definitiva a las pruebas de este mundo, práctica, dicen, que valió a los empleados de pompas fúnebres el nombre de “masca-muerto” (así se les dice en Francia); más tarde se remitieron al testimonio de un espejo encargado de recibir el empañamiento de un eventual hálito de vida; después se confió en la detención del corazón, prueba aleatoria sin los medios de control modernos; y, por último, desde hace cierto tiempo, al encefalograma en línea horizontal que tiene valor de certificado de defunción, pero no se podría decir con precisión en qué momento desapareció el principio de unidad que determinaba la cohesión de la persona; sabemos transformar la materia en energía, a riesgo de convertir a doscientos mil seres humanos en luz y en calor, pero no sabemos lo que es la materia; nuestros
descubrimientos no están acompañados de un folleto explicativo, y todos los días aumenta el desfasaje entre lo que nuestro saber nos permite hacer, y lo que nos permite comprender: el hombre sigue siendo un misterio para nosotros, desde su comienzo, que parece pertenecer al dominio de la magia, hasta su fin, lo que tiene siempre el aire de una anomalía.
En tales condiciones, la nueva ética, al no tener casi base para asentar un juicio, no puede enunciar principios y no puede hacer otra cosa que emitir recomendaciones. A fin de cuentas, todo depende efectivamente de las conciencias individuales y de la idea que cada una de ellas se haga de la condición humana, lo cual es tranquilizador para el futuro de la investigación, pero un poco menos para el nuestro.
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