¿Para qué casarse?
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“Uno de ustedes es incluso más preciso y pregunta: ¿Para qué casarse a riesgo de equivocarse?. Si uno estuviera de humor para bromear, respondería: ‘Para no equivocarse más que una vez. Pero un asunto tan serio no es para tomarlo a la ligera.
Es un hecho que los casamientos son menos numerosos hoy que antiguamente, y, en cambio, los divorcios mucho más frecuentes. Se comprende que, ante las incertidumbres del futuro, la desocupación, las amenazas que la guerra hace pesar sobre los pueblos y la polución sobre la naturaleza, frente al cambio cotidiano de los datos de la vida moral y los fracasos de la edad madura que da muy poco el ejemplo de la constancia, la juventud vacile en entrar en el matrimonio, esa prisión en la cual se tiene para siempre a un único y mismo compañero de celda.
La expresión “los lazos del matrimonio” expresa bien el estado de dependencia perpetua en que los esposos están condenados a vivir. La idea de pasar toda la propia existencia con la misma persona no entusiasma demasiado a muchos. Sin contar con que el riesgo de cometer un error en la elección del compañero o compañera, no deja de ser bastante grande.
Por ello, la Iglesia, o en todo caso gente de Iglesia, muy al tanto de la evolución de las costumbres, había aplicado en una diócesis de Francia la fórmula denominada ‘matrimonio de prueba’, que consistía en conceder a los futuros esposos un tiempo de vida en común después del cual podrían asumir un compromiso definitivo.
No parece que esta experiencia haya sido proseguida y extendida, y ello es una lástima; demostraba que la Iglesia es, a veces, capaz de comprender su tiempo, y adaptarse a las nuevas mentalidades”.
Sin embargo, “Que su sí, sea sí”, dice el Evangelio.
La comparación del matrimonio con una prisión es de una trivialidad de autor de comedia ligera.
De todas maneras, es preferible ser dos en una celda que permanecer en ella solo mirando cómo las paredes se acercan y se cierran sobre uno con la edad hasta el encaje final. Vivir toda la vida con la misma persona es una perspectiva disuasiva cuando no se la ama; pero cuando se la ama la vida parece excesivamente corta.
Por otra parte, aquellos que temen tanto pasar toda su existencia “con una sola persona” terminan por pasarla con su sola misma persona, y el riesgo de la monotonía es aún mayor; el amor podría acabar de sacarlos de la nada, el egoísmo los devuelve a ella más o menos lentamente.
Según parece, antes de ser abandonada la fórmula del “matrimonio de prueba” había inspirado a Juan Pablo II esta expresión decisiva: “No se puede tener un casamiento de prueba, como no se puede tener una muerte de prueba”. El papel de las Iglesias cristianas sería muy miserable, si consistiera simplemente en agravar con lo que les queda de autoridad los errores del mundo, en adular sus inclinaciones y en coparticipar en la celebración de sus aberraciones con él.
El matrimonio de prueba desconoce la esencia misma del matrimonio, que es un compromiso sin vuelta, ratificado por un “sí” recíproco sin reservas, un. “sí” que sea realmente un “sí”, y no, como lo escribí alguna vez, un consentimiento flotante sobre el fondo disimulado de la reserva mental.
La menor falla en ese “sí” inicial es una causa de ruptura a plazo fijo. Dicho con sinceridad, es una prenda de felicidad, un escudo contra la desgracia; produce no una “pareja”, yunta sujeta a las separaciones, sino un único ser (Chest.ert.on decía graciosa y verídicamente “un cuadrúpedo”) que realiza entre el hombre y la mujer una unión muy superior a todas las promesas de igualdad que la ley no logra cumplir. “No serán más que una sola carne” dice el Evangelio. La continuación es una
Por cierto, el fracaso siempre es posible, ya sea porque el cuadrúpedo sea víctima de una malformación de nacimiento a causa de un “sí” reticente, ya sea porque la tentación lo desarticule, pero esas posibilidades son reducidas cuando se tomó a Dios por testigo del compromiso, y se hizo de él depositario de la palabra empeñada. Por supuesto, hay otras causas de separación fuera de las que acabo de mencionar: la iglesia siempre reconoció varias de ellas, a las que añadió, desde hace poco, la inmadurez.
Pero lo que nos interesa aquí no son las causas del fracaso, salvo que se trate de una de la cual no se habla casi, y que es la mala calidad del “sí” sacramental; lo que buscamos aquí son las condiciones del éxito, y está claro que la más decisiva es la lealtad del compromiso, y la abnegación que es su consecuencia, pues cuando Dios está asociado a un acto humano, no es ya nuestra manera de ser lo que cuenta, sino la suya la que tiende a imponerse, y todo cristiano debería saber que ésta está hecha de verdad, de desinterés y sobre todo de olvido de sí, como lo muestra la vida de Cristo, quien se designa a sí mismo en el Evangelio bajo el nombre de “Hijo del hombre” para tratar de hacernos comprender que no hará prevalecer contra nosotros su esencia divina.
La “unión libre” no es una unión, sino una asociación que incluye una facultad de ruptura, facultad que es muy raro que no se termine por usar un día u otro. Esa “libertad” no es más que una forma de avaricia por la que los compañeros protegen su “yo” como Harpagón su tesoro. La “unión libre” no es más que una conjunción provisoria de soledades, y los hijos que ésta podría traer al mundo serán huérfanos o bien de padre o bien de madre, o de los dos a la vez. Hay un riesgo en rechazar el riesgo del don de sí: es el de encontrarse solo, en la compañía molesta de sus penas y sus decepciones, después de cierto número de experiencias que se hacen cada vez más raras y cada vez menos concluyentes con los años, sin hablar de la frescura que se va, y de la sequedad que viene.
Si en el amor el cuerpo viene en primer lugar, hay muchas posibilidades de que el amor se degrade con él, y que lo que comenzó con el deseo termine con la aversión.
Si, por el contrario, como lo pensamos y como lo dijimos en el , capítulo anterior, lo que viene en primer lugar es el alma, esa expresión *( misteriosa, conmovedora y brillante de la persona, entonces el amor durará tanto como ella, y aumentará incluso con todo lo que puede golpear a los cuerpos, las arrugas serán los preciosos surcos de una pena compartida; el amor fiel a su principio divino no acabará, y la edad no hará sino rejuvenecerlo, a tal punto es verdad que no hay más que un medio para mantenerse joven, que es el ser eterno.
El matrimonio cristiano es una apuesta sobre lo absoluto; pero, para ganarla, es preciso no reservar nada de sí mismo. Esta es la razón de que se apueste menos, desde hace algún tiempo.
El matrimonio no hace dos cautivos, sino una libertad en dos personas. Se puede decir que tuvo éxito cuando, habiéndose tomado el compromiso inicial, y habiéndose convertido la unión en algo natural, los esposos no tienen siquiera ya la impresión de estar casados.
Es un hecho que los casamientos son menos numerosos hoy que antiguamente, y, en cambio, los divorcios mucho más frecuentes. Se comprende que, ante las incertidumbres del futuro, la desocupación, las amenazas que la guerra hace pesar sobre los pueblos y la polución sobre la naturaleza, frente al cambio cotidiano de los datos de la vida moral y los fracasos de la edad madura que da muy poco el ejemplo de la constancia, la juventud vacile en entrar en el matrimonio, esa prisión en la cual se tiene para siempre a un único y mismo compañero de celda.
La expresión “los lazos del matrimonio” expresa bien el estado de dependencia perpetua en que los esposos están condenados a vivir. La idea de pasar toda la propia existencia con la misma persona no entusiasma demasiado a muchos. Sin contar con que el riesgo de cometer un error en la elección del compañero o compañera, no deja de ser bastante grande.
Por ello, la Iglesia, o en todo caso gente de Iglesia, muy al tanto de la evolución de las costumbres, había aplicado en una diócesis de Francia la fórmula denominada ‘matrimonio de prueba’, que consistía en conceder a los futuros esposos un tiempo de vida en común después del cual podrían asumir un compromiso definitivo.
No parece que esta experiencia haya sido proseguida y extendida, y ello es una lástima; demostraba que la Iglesia es, a veces, capaz de comprender su tiempo, y adaptarse a las nuevas mentalidades”.
Sin embargo, “Que su sí, sea sí”, dice el Evangelio.
La comparación del matrimonio con una prisión es de una trivialidad de autor de comedia ligera.
De todas maneras, es preferible ser dos en una celda que permanecer en ella solo mirando cómo las paredes se acercan y se cierran sobre uno con la edad hasta el encaje final. Vivir toda la vida con la misma persona es una perspectiva disuasiva cuando no se la ama; pero cuando se la ama la vida parece excesivamente corta.
Por otra parte, aquellos que temen tanto pasar toda su existencia “con una sola persona” terminan por pasarla con su sola misma persona, y el riesgo de la monotonía es aún mayor; el amor podría acabar de sacarlos de la nada, el egoísmo los devuelve a ella más o menos lentamente.
Según parece, antes de ser abandonada la fórmula del “matrimonio de prueba” había inspirado a Juan Pablo II esta expresión decisiva: “No se puede tener un casamiento de prueba, como no se puede tener una muerte de prueba”. El papel de las Iglesias cristianas sería muy miserable, si consistiera simplemente en agravar con lo que les queda de autoridad los errores del mundo, en adular sus inclinaciones y en coparticipar en la celebración de sus aberraciones con él.
El matrimonio de prueba desconoce la esencia misma del matrimonio, que es un compromiso sin vuelta, ratificado por un “sí” recíproco sin reservas, un. “sí” que sea realmente un “sí”, y no, como lo escribí alguna vez, un consentimiento flotante sobre el fondo disimulado de la reserva mental.
La menor falla en ese “sí” inicial es una causa de ruptura a plazo fijo. Dicho con sinceridad, es una prenda de felicidad, un escudo contra la desgracia; produce no una “pareja”, yunta sujeta a las separaciones, sino un único ser (Chest.ert.on decía graciosa y verídicamente “un cuadrúpedo”) que realiza entre el hombre y la mujer una unión muy superior a todas las promesas de igualdad que la ley no logra cumplir. “No serán más que una sola carne” dice el Evangelio. La continuación es una
Por cierto, el fracaso siempre es posible, ya sea porque el cuadrúpedo sea víctima de una malformación de nacimiento a causa de un “sí” reticente, ya sea porque la tentación lo desarticule, pero esas posibilidades son reducidas cuando se tomó a Dios por testigo del compromiso, y se hizo de él depositario de la palabra empeñada. Por supuesto, hay otras causas de separación fuera de las que acabo de mencionar: la iglesia siempre reconoció varias de ellas, a las que añadió, desde hace poco, la inmadurez.
Pero lo que nos interesa aquí no son las causas del fracaso, salvo que se trate de una de la cual no se habla casi, y que es la mala calidad del “sí” sacramental; lo que buscamos aquí son las condiciones del éxito, y está claro que la más decisiva es la lealtad del compromiso, y la abnegación que es su consecuencia, pues cuando Dios está asociado a un acto humano, no es ya nuestra manera de ser lo que cuenta, sino la suya la que tiende a imponerse, y todo cristiano debería saber que ésta está hecha de verdad, de desinterés y sobre todo de olvido de sí, como lo muestra la vida de Cristo, quien se designa a sí mismo en el Evangelio bajo el nombre de “Hijo del hombre” para tratar de hacernos comprender que no hará prevalecer contra nosotros su esencia divina.
La “unión libre” no es una unión, sino una asociación que incluye una facultad de ruptura, facultad que es muy raro que no se termine por usar un día u otro. Esa “libertad” no es más que una forma de avaricia por la que los compañeros protegen su “yo” como Harpagón su tesoro. La “unión libre” no es más que una conjunción provisoria de soledades, y los hijos que ésta podría traer al mundo serán huérfanos o bien de padre o bien de madre, o de los dos a la vez. Hay un riesgo en rechazar el riesgo del don de sí: es el de encontrarse solo, en la compañía molesta de sus penas y sus decepciones, después de cierto número de experiencias que se hacen cada vez más raras y cada vez menos concluyentes con los años, sin hablar de la frescura que se va, y de la sequedad que viene.
Si en el amor el cuerpo viene en primer lugar, hay muchas posibilidades de que el amor se degrade con él, y que lo que comenzó con el deseo termine con la aversión.
Si, por el contrario, como lo pensamos y como lo dijimos en el , capítulo anterior, lo que viene en primer lugar es el alma, esa expresión *( misteriosa, conmovedora y brillante de la persona, entonces el amor durará tanto como ella, y aumentará incluso con todo lo que puede golpear a los cuerpos, las arrugas serán los preciosos surcos de una pena compartida; el amor fiel a su principio divino no acabará, y la edad no hará sino rejuvenecerlo, a tal punto es verdad que no hay más que un medio para mantenerse joven, que es el ser eterno.
El matrimonio cristiano es una apuesta sobre lo absoluto; pero, para ganarla, es preciso no reservar nada de sí mismo. Esta es la razón de que se apueste menos, desde hace algún tiempo.
El matrimonio no hace dos cautivos, sino una libertad en dos personas. Se puede decir que tuvo éxito cuando, habiéndose tomado el compromiso inicial, y habiéndose convertido la unión en algo natural, los esposos no tienen siquiera ya la impresión de estar casados.
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