¿Por qué los sacerdotes no pueden casarse?
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“Son muchos de ustedes los que plantean esta pregunta, y ello se comprende: jamás fue contestada de manera decisiva. Obligar a hombres al celibato y a una continencia perpetua no está de acuerdo con las leyes de la naturaleza, y podemos preguntarnos por qué la Iglesia, ordinariamente tan pronta a invocar la ‘ley natural’, la desconoce y recusa en este caso.
El pastor y el pope a menudo están casados y ninguno de ellos manifestó jamás que el matrimonio los incapacitara para anunciar el Evangelio o para cumplir con las otras tareas de su ministerio; por el contrario, se puede pensar que ellos se encuentran mejor informados respecto a algunos problemas tocantes a la vida de familia, que es la vida normal de este mundo ordinario con el cual la Iglesia busca desesperadamente comunicarse sin lograrlo demasiado. En todo caso, la soledad impuesta a los sacerdotes es una dura prueba, causa de una buena cantidad de dificultades íntimas que no podrían ser tratadas con la desenvoltura de ese cardenal de curia del tiempo de Pío XII y de Juan XXIII, que respondía lacónicamente: “pasta-fagioli’ a aquellos que atraían su atención sobre los tormentos del celibato forzado, como si bastara con una sopa de fideos y de porotos rojos o blancos para olvidar mujer e hijos.
¿No eran casados la mayoría de los apóstoles? ¿Fue Cristo quien exigió que sus servidores fuesen reducidos a esa condición inhumana que los hace ajenos a las alegrías y a las penas de los otros hombres?
El celibato eclesiástico no es un asunto de dogma, sino de reglamento, y lo que un reglamento hizo, otro reglamento puede deshacer”.
Sin embargo, Cristo nos dijo que algunos “se hacían eunucos para el reino de los cielos”.
Se comprueba, o se debería comprobar, con asombro que, a despecho de dos o tres siglos de anticlericalismo a veces virulento, a veces disimulado, del cinematógrafo que agrega frecuentemente la burla (hay casi siempre un cura en las películas italianas, y si bien a veces es conmovedor, frecuentemente es ridículo), que a despecho de lo que se llama la “desacralización” del mundo y del poco celo religioso de nuestros contemporáneos, que a despecho, en fin, de la laicización y de la secularización de todo, la imagen del sacerdote permaneció intacta en el concepto público.
Si bien esto no es un milagro propiamente dicho como para hacer registrar en la oficina de Lourdes, no deja de ser un fenómeno extraordinario.
Creemos interpretar correctamente el sentimiento popular diciendo que, para el hombre de la calle, el sacerdote (como el pastor o el rabino, pero con una suerte de coeficiente suplementario en paises católicos), cualesquiera que sean sus esfuerzos por fundirse en la masa y tomar el color del tiempo, sigue siend* > el “hombre de Dios”, es decir muy exactamente, un hombre que penenece a Dios, quien no hace jamás otra cosa que prestárnoslo. De modo que transita en medio del pueblo rodeado de un singular respeto, el cual subsiste después de que el grito cíe “cuervo” que acompañaba su paiso desapareciera con su sotana.
Es posible que el celibato del sacerdote católico acentúe aún más el carácter particular de esta pertenencia, la que lo entrega enteramente a la comunidad haciendo de él un hombre que vive solo para que los otros no lo estén: el celibato del sacerdote debe hacer de él un ser enteramente disponible; al menos en teoría. El pueblo, que fue alcanzado por el ateísmo, no incluye de ninguna manera su persona —no digo su función— en la desconfianza que se llegó a inspirarle con respecto a la Iglesia, y esto es una grandísima curiosidad psicológica. No se asombra demasiado por el hecho de que el sacerdote, que pertenece a Dios, no se case, dado que, para casarse, debe disponer de sí mismo.
Dicho esto, hay que considerar que, por último, el celibato de los sacerdotes fue instituido por los mismos sacerdotes, y si un día el clero decide modificar esa regla, los laicos no podrán hacer otra cosa que aceptar esa decisión sin una palabra de comentario, incluso aunque lamenten en el fondo de su corazón que una de las más difíciles expresiones del Evangelio no sea ya oída más que en los monasterios.
El pastor y el pope a menudo están casados y ninguno de ellos manifestó jamás que el matrimonio los incapacitara para anunciar el Evangelio o para cumplir con las otras tareas de su ministerio; por el contrario, se puede pensar que ellos se encuentran mejor informados respecto a algunos problemas tocantes a la vida de familia, que es la vida normal de este mundo ordinario con el cual la Iglesia busca desesperadamente comunicarse sin lograrlo demasiado. En todo caso, la soledad impuesta a los sacerdotes es una dura prueba, causa de una buena cantidad de dificultades íntimas que no podrían ser tratadas con la desenvoltura de ese cardenal de curia del tiempo de Pío XII y de Juan XXIII, que respondía lacónicamente: “pasta-fagioli’ a aquellos que atraían su atención sobre los tormentos del celibato forzado, como si bastara con una sopa de fideos y de porotos rojos o blancos para olvidar mujer e hijos.
¿No eran casados la mayoría de los apóstoles? ¿Fue Cristo quien exigió que sus servidores fuesen reducidos a esa condición inhumana que los hace ajenos a las alegrías y a las penas de los otros hombres?
El celibato eclesiástico no es un asunto de dogma, sino de reglamento, y lo que un reglamento hizo, otro reglamento puede deshacer”.
Sin embargo, Cristo nos dijo que algunos “se hacían eunucos para el reino de los cielos”.
Se comprueba, o se debería comprobar, con asombro que, a despecho de dos o tres siglos de anticlericalismo a veces virulento, a veces disimulado, del cinematógrafo que agrega frecuentemente la burla (hay casi siempre un cura en las películas italianas, y si bien a veces es conmovedor, frecuentemente es ridículo), que a despecho de lo que se llama la “desacralización” del mundo y del poco celo religioso de nuestros contemporáneos, que a despecho, en fin, de la laicización y de la secularización de todo, la imagen del sacerdote permaneció intacta en el concepto público.
Si bien esto no es un milagro propiamente dicho como para hacer registrar en la oficina de Lourdes, no deja de ser un fenómeno extraordinario.
Creemos interpretar correctamente el sentimiento popular diciendo que, para el hombre de la calle, el sacerdote (como el pastor o el rabino, pero con una suerte de coeficiente suplementario en paises católicos), cualesquiera que sean sus esfuerzos por fundirse en la masa y tomar el color del tiempo, sigue siend* > el “hombre de Dios”, es decir muy exactamente, un hombre que penenece a Dios, quien no hace jamás otra cosa que prestárnoslo. De modo que transita en medio del pueblo rodeado de un singular respeto, el cual subsiste después de que el grito cíe “cuervo” que acompañaba su paiso desapareciera con su sotana.
Es posible que el celibato del sacerdote católico acentúe aún más el carácter particular de esta pertenencia, la que lo entrega enteramente a la comunidad haciendo de él un hombre que vive solo para que los otros no lo estén: el celibato del sacerdote debe hacer de él un ser enteramente disponible; al menos en teoría. El pueblo, que fue alcanzado por el ateísmo, no incluye de ninguna manera su persona —no digo su función— en la desconfianza que se llegó a inspirarle con respecto a la Iglesia, y esto es una grandísima curiosidad psicológica. No se asombra demasiado por el hecho de que el sacerdote, que pertenece a Dios, no se case, dado que, para casarse, debe disponer de sí mismo.
Dicho esto, hay que considerar que, por último, el celibato de los sacerdotes fue instituido por los mismos sacerdotes, y si un día el clero decide modificar esa regla, los laicos no podrán hacer otra cosa que aceptar esa decisión sin una palabra de comentario, incluso aunque lamenten en el fondo de su corazón que una de las más difíciles expresiones del Evangelio no sea ya oída más que en los monasterios.
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