¿Quién es Cristo?

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“Según la opinión general, si no unánime, el hombre más grande que haya existido jamás; grande por el poder de su pensamiento, violentamente contrario al de su tiempo, e incluso al del nuestro, pero sobre todo grande por el corazón, como lo demuestra claramente la inmensa generosidad con la cual, ajusticiado sin motivo, perdona a los que lo crucificaron.

Entre los ateos mismos, son numerosos los que profesan por él cierta ternura, que no llega, es cierto, a la adoración, pero que se complace en ver en él a una víctima de los sacerdotes. A esas razones para venerar su persona, el “credo’ de los primeros cristianos —en todo caso los del siglo III o del siglo IV— agregaba toda una serie de misterios según los cuales era “el Hijo único de Dios”, “bajado del cielo por nosotros los hombres y para nuestra salvación’.

Ese texto de alguna manera estatutario de la fe cristiana precisaba que Cristo había sido concebido por la Virgen María y se había “hecho hombre”, que había ‘padecido bajo el poder de Poncio Pilatos’ (procurador de Judea bajo el reinado de Tiberio), que después de su muerte había resucitado al tercer día, ‘subido a los cielos’ y estaba ‘sentado a la diestra de Dios padre’, de donde Volvería a juzgar a los vivos y a los muertos’.

Así habla el ‘credo’ que se canta siempre en las iglesias un poco a la manera de la Marsellesa en las ceremonias oficiales de Francia, donde nadie tiene el menor deseo de combatir encarnizadamente con ‘los feroces soldados que braman en nuestros campos’.

Hay que decir que la unión de una naturaleza divina y de una naturaleza humana en un ser desprovisto de signos distintivos que permiten identificar a una y a la otra planteaba a la inteligencia uno de esos problemas de los cuales no se puede salir más que por medio de la fe, ejercicio intrépido, pero poco racional, o bien por medio del delirio místico.

Desde hace algún tiempo, parece que los teólogos más competentes se hacen de Jesucristo una idea mucho más cómoda, como se puede comprobar con alivio gracias a las siguientes líneas extraídas de una suerte de enciclopedia de la religión católica: ‘Los teólogos hoy, por lo tanto, aceptan, a la luz del Evangelio, reconocer que Jesús era verdaderamente hombre, que no sabía todo sobre todo, e incluso que su conocimiento de Dios era del orden de la fe.

No veía a Dios. Pero creía. Sin embargo, afirman al mismo tiempo que Jesús tenía una conciencia difusa, pero profunda, de su vínculo muy específico con el Padre. Esta conciencia del orden del sentimiento de pertenencia debió estar presente a todo lo largo de su vida pero debió crecer en él y explicarse poco a poco a medida que analizaba su propia vida y pronto su propia marcha hacia la muerte, con ayuda de las Escrituras y de la Tradición (…) En consecuencia, hoy los teólogos profesan la convicción de que Jesús debió vivir una experiencia humana totalmente original marcada por un sentimiento constante aunque no forzosamente explícito de unión a Dios’.

Tal es el lenguaje de la teología razonable, por fin recuperada de las extravagancias del ‘credo’ para damos una imagen tranquilizadora y burguesa de un Jesús ubicado en un diván de psicoanálisis, sin saber muy bien él mismo lo que era, de manera que nosotros mismos estaríamos muy impedidos de saberlo, y tomando, ‘poco a poco’ sin ninguna exageración desagradable, conciencia de una cierta ‘pertenencia’ que culmina, siempre a pasitos, en un vago sentimiento de unión a Dios, lo cual puede ocurrirle muy felizmente a cualquiera.

Es cierto que tal Jesús, despojado de sus superestructuras metafísicas, puede ser aceptado como un buen compañero de ruta en todos los caminos de la incertidumbre por los agnósticos más desconfiados. El gran y saludable descubrimiento del apostolado moderno es que resulta en todo caso más fácil creer, cuando no hay nada en que creer”.

Sin embargo, a Jesús que preguntaba: “Y vosotros ¿quién decís que soy?”, el apóstol Pedro respondió: “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

Después de mi conversión, donde Cristo no estaba presente más que bajo la forma enigmática del Santo Sacramento, se me hizo saber que uno no era cristiano más que por medio del bautismo y que era conveniente que leyera el Evangelio, del cual yo no sabía nada más que lo que se puede leer sobre él en los autores anticlericales.

 Si bien la existencia de Dios Padre era para mí del orden de la más dulce y más brillante evidencia, no pasaba lo mismo con la divinidad de Cristo, de quien yo ignoraba casi todo.

No conservé un recuerdo muy preciso de mi primera lectura, pero creo acordarme de cómo el poderoso impulso que me había liberado de la gravedad en la capilla de la calle Ulm me hizo realizar una rápida lectura sobrevolando la totalidad de los paisajes del Evangelio con una alegría que se agregaba a mi alegría. Más tarde, cuando fui conducido para mi bien al destino común de los fieles, surgieron algunas dificultades, pero pronto me di cuenta de que solamente provenían de mi mediocridad, y que ese texto no tolera ser leído con un corazón avaro: la fe que inspira es la medida terriblemente exacta de nuestra generosidad.

Se entra al Evangelio por dos puertas, la de la historia (es decir la de la crítica), y la de la fe. El que entra en el Evangelio por la puerta de la crítica histórica saldrá de él con un cadáver en los brazos, después de haber encontrado la objeción en cada línea, y la duda en cada palabra; compuesto mucho tiempo después del suceso para uso de gente sencilla, mezcla de mitología y de ese algo “maravilloso” que causa igualmente horror al teólogo a la moda y al experto contable, el texto le parecerá poco creíble en el primer grado, discutible en el segundo, y no sacará de él casi nada más que una moral ardua y bastante nueva, aunque se encuentren anticipos de la misma en los Esenios, los mesopotámicos, los chinos, los egipcios o los griegos; habrá recorrido Galilea, Samaría, Judea, detrás de un exaltado genial, es cierto, pero desorientado, inquieto, que no conocía a Dios más que a través de la fe, que se preguntaba sin éxito sobre sí mismo y que, no pudiendo cambiar el mundo, termina por elegir frente al Sanedrín y frente a Poncio Pilatos la salida costosa de la provocación suicida.

Esta visión del Evangelio no pone únicamente fin a nuestras perplejidades, como decíamos antes, pone fin al cristianismo; Cristo, nacido en la historia, muere en la historia, y eso es todo, el resto son especulaciones vanas, aproximaciones dudosas y búsqueda inútil, pues no se encuentra nada cuando no se busca finalmente más que a uno mismo.

Por el contrario, el que entra por la puerta de la fe, sabe, o adivina, que no hay límites para la grandeza de Dios, lo cual es, por cierto, lo esencial que es preciso tener en la mente cuando uno se apresta a vivir durante algunas páginas en la familiaridad de Cristo.

Se maravillará de que lo infinitamente grande se haya alojado durante algún tiempo con nosotros en lo infinitamente pequeño para compartir nuestro pan y nuestra insignificancia. Más bien —digo bien “más bien”— que un hombre atormentado en busca de una eventual identidad divina, fugitiva y al fin de cuentas improbable, el que entra en el Evangelio por la buena puerta verá, muy al contrario, en Cristo a un ser eterno que toma poco a poco un conocimiento experimental de la condición humana, hasta esa agonía en la cruz, y ese grito desgarrador: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” que señala, si me atrevo a decir, el fin de la lección, el momento preciso en que la encarnación, abolida toda partícula de luz sobrenatural, llega a la perfección en la desnudez.

Y aquel que haya presentido la amplitud de ese don sentirá subir dentro de él un sentimiento desconocido, ese puro amor del amor que es la definición misma del Espíritu Santo, y que no puede nacer en nosotros más que de la divinidad de Cristo, humildemente encerrada en su humanidad.

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