Un minuto con Dios

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Cuando el terreno ya se halla preparado, se esparce la semilla, se entierra y se la deja podrir en el seno de la madre tierra.

Alguno podría preguntar: ¿por qué no aprovechar ese grano, en lugar de hacerlo podrir en la tierra?

Pero es que solamente así, pudriéndose, podrá germinar, fecundarse, multiplicarse, convertirse en nueva y mejor vida: la vida de la espiga, la plenitud de nuevos granos.

El dolor, lejos de destrozar al hombre, de destruirlo, lo purifica y lo dispone para una transformación. Lo que el hombre es y vale no se deprecia con el dolor; más bien se aquilata.

Precisamente los santos, esos crucifijos de carne, vieron a Dios y vivieron a Dios cuando sus ojos quedaron purificados por las lágrimas.

Es que el dolor nos hace desprender de las escorias y purifica el oro de nuestro corazón.

La cruz no deforma, transforma; no oscurece, ilumina; no hace estoicos, talla santos. A condición de que se le dé su sentido redentor.

“La Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias auténticas. Las fiestas de los santos proclaman las maravillas de Cristo en sus servidores y proponen ejemplos oportunos a la imitación de los fieles” (SC, 11).

Los santos se han hecho santos, y no nacieron tales; tú no has nacido santo, pero puedes llegar a serlo.


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