Un minuto con Dios

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No hace mucho oí decir que una persona se tenía como un florero que adornaba algo en la vida, pero que un día ese florero se rompió o, mejor, que ella se sintió desde entonces como un florero roto.

Y yo pensé: “¡Qué triste debe ser considerarse a sí mismo algo así como un florero roto que ya no sirve para nada!”

De todos modos, creo que los que rompemos nuestros floreros somos nosotros mismos: cuando pones esa cara tristona frente a los sucesos de la vida, te estás rompiendo; cuando no tienes sino palabras de desaliento o de crítica, te estás rompiendo; cuando no se cae de tus labios esa fea palabra “¡no!”, te estás rompiendo; cuando piensas que ya no sirves para nada ni para nadie, te estás resquebrajando; cuando pierdes los entusiasmos para la acción o te dejas arrastrar por el desaliento, ya estás roto.

Y qué triste, te repito, debe ser sentirse roto y presentarse ante los demás resquebrajado! ¡Qué triste no servir ya para sostener la rosa, que alegra, sino para mostrar solamente la rajadura mortal!

“Al siervo inútil, echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt, 25, 30).

Nada más triste que una vida inútil; nada que deje en el fondo del alma una sensación de tanto desagrado como sentirse inútil; pero tú puedes ser muy útil para Dios y para tus prójimos; son muchos los que algo esperan de ti; es mucho lo que Dios espera de ti.

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