Un minuto con Dios
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Con frecuencia leemos en el exterior de un hospital ese letrero sugestivo:
“¡Silencio, por favor!”
Y ponemos ese letrero para que no sufran los que están allí; y yo pienso que si muchos sufren en la vida, ¿no será porque ellos no han hecho suficiente silencio en su interior?
Hoy no se soporta casi ni “un minuto de silencio” en actos oficiales o deportivos; hoy cuesta mucho darle aunque no sea más que “un minuto de Dios” al Señor, a la propia conciencia.
El mundo moderno, transistorizado hasta en el campo, ya no es capaz de hacer silencio a su alrededor, y ya no soporta el silencio interior; sin embargo, el hombre de hoy necesita esas zonas de silencio en las que pueda refugiarse contra el ruido enervador y alienante, que le impide su propia reconcentración.
Muchos se vuelcan a la enervante algarabía de los espectáculos públicos, donde tratan de desaparecer en el anonimato; y, sin embargo, en ninguna parte se siente más solo el hombre que en medio de esa multitud amorfa y alborotada.
“¡Oh, cuánto amo tu Ley! Todo el día es ella mi meditación… tengo más prudencia que todos mis maestros, porque mi meditación son tus dictámenes” (Salmo 119, 97-99).
“¡Silencio, por favor!”
Y ponemos ese letrero para que no sufran los que están allí; y yo pienso que si muchos sufren en la vida, ¿no será porque ellos no han hecho suficiente silencio en su interior?
Hoy no se soporta casi ni “un minuto de silencio” en actos oficiales o deportivos; hoy cuesta mucho darle aunque no sea más que “un minuto de Dios” al Señor, a la propia conciencia.
El mundo moderno, transistorizado hasta en el campo, ya no es capaz de hacer silencio a su alrededor, y ya no soporta el silencio interior; sin embargo, el hombre de hoy necesita esas zonas de silencio en las que pueda refugiarse contra el ruido enervador y alienante, que le impide su propia reconcentración.
Muchos se vuelcan a la enervante algarabía de los espectáculos públicos, donde tratan de desaparecer en el anonimato; y, sin embargo, en ninguna parte se siente más solo el hombre que en medio de esa multitud amorfa y alborotada.
“¡Oh, cuánto amo tu Ley! Todo el día es ella mi meditación… tengo más prudencia que todos mis maestros, porque mi meditación son tus dictámenes” (Salmo 119, 97-99).
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