Un minuto con Dios

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En este mismo minuto de Dios, justo es que pense­mos en Dios. Muchos de los ateos de hoy no niegan propiamente a Dios, sino a las falsas imágenes de Dios que nosotros les presentamos.

Porque el Dios del Evangelio no es el Dios gélido de la razón, la Causa Primera de la filosofía, el Primer Motor de la metafísica, el Dios inmutable e impasible, el Dios solterón aburrido en su cielo solitario, el Dios interesado o comerciante, el Dios almacenero, el Dios policía; no, nada de eso.

El Dios del Evangelio es el Dios cálido, como unos brazos de Padre, el Dios Padre de los hombres, el Dios rovidente que cuida de sus hijos, el Dios que ama tanto a la humanidad, que entrega a su propio Hijo para salvarla, el Dios que nos espera con los brazos abiertos, para perdonarnos o premiarnos, el Dios que quiere repartir con nosotros en rebanadas infinitas el pan de la felicidad.

El Dios-Hijo que muere para salvarnos, el Dios-Espíritu Santo que nos consuela y nos llena de amor.

Este es el Dios del Evangelio.

Evidentemente, no es lo mismo ser deísta que ser creyente.

“A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn, 1,18).

Descubrir que Dios es nuestro Padre es la base de la religión cristiana; solamente cuando el cristiano sabe de un modo consciente que es “hijo de Dios”, comienza a ser en verdad cristiano.

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