Un minuto con Dios

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Es mucho lo que nos queda por hacer: reemplazar el ardor de la violencia por la vehemencia del amor; cam­biar nuestro viejo estilo de conquista en el apostolado por la más evangélica actitud de servicio a los demás.

Es más bello morir por una bella causa que matar por ella; es más constructivo trabajar por un “día de guerra para la paz” que trescientos sesenta y cuatro de paz para la guerra.

Es bueno llegar a una meta, pero es mejor ayudar a otros para que lleguen con nosotros.

Es hermoso compartir el pan con el hambriento, el techo con el peregrino, la capa con el desnudo, la amistad con el solitario, la alegría con el triste, las lá­grimas con el que llora, la angustia del que sufre, la fe con el no creyente.

Compartir es convivir; convivir es simplemente vivir, porque una vida no se comparte, no se convive; y si no sé convive, no se vive; y si no se vive, se está muerto.

Cuántos que piensan vivir, están muertos.

Pensar en los demás, sufrir por los demás, entre­garse a los demás; todo eso no es sino imitar al Maes­tro Jesús del que el apóstol afirma:

“No tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nues­tras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Heb, 4, 15).

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