Un minuto con Dios

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Razonamos con frecuencia; no tan frecuentemente tenemos razón; porque son dos cosas muy distintas ra­zonar y tener razón.

Razonamos cuando discurrimos y defendemos nues­tra posición, damos argumentos para hacer ver que nuestra actitud es la más correcta, la más conveniente, la única que debe imponerse.

Eso es razonar: dar razo­nes, presentar argumentos.

Pero no siempre que razonamos tenemos razón; por­que a veces hasta nosotros mismos sospechamos que no tenemos razón y, sin embargo, seguimos en nuestra posición, la defendemos pese a todo.

¿Por qué será? ¿No habrá allí buena dosis de sober­bia, de engreimiento, de orgullo que nos impide dar el brazo a torcer? ¿Y no empleamos entonces la razón, en nuestras argumentaciones, precisamente para coho­nestar una sinrazón?

Los argumentos siempre necesitan de la razón para ser verdaderos y honestos; la razón no siempre necesita de los argumentos, pues se impone por sí misma, por su misma fuerza, por el peso de la verdad.

“Os exhorto a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda hu­mildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la uni­dad del Espíritu con el vinculo de la paz” (Ef, 4, 1-2).

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