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Un minuto con Dios

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¡Qué poco cuesta ser agradecido y, sin embargo, cuánto se estima la gratitud!
Esa propina que dejas sobre la mesita del restaurante, sin decir palabra, sabría mejor si añadieras una sola palabrita, tan fácil de pronunciar: “¡Gracias!”

Esos pocos pesos que depositas en la mano del que te lustra los zapatos, serían recibidos con mayor alegría si los acompañaras de una palabra que diera a conocer a ese hombre humillado a tus pies, que su trabajo es dignificador y que por ello le estás agradecido.

Esa carta que recibes, ese email, esa verdura que compras, ese llamado telefónico que atiendes, ese servicio que te presta un empleado público, esa información que te dan en la estación terminal…

Todo eso y muchas otras cosas, si estuvieran salpicadas de la palabrita “¡Gracias!” y de una amable sonrisa, sincera, cálida, no dejaría de llegar hasta el corazón de los demás y los volvería más abiertos, más dispuestos a la ayuda del prójimo, más solícitos.

Si cada día dijeras “¡Gracias!” a Dios por darte un nuevo día y por hacerte gozar de salud y de tantas otras cosas, la vida de tu espíritu sería más intensa y la vivirías con otra proyección.

Cristo sana a los diez leprosos de su enfermedad; solamente uno de ellos volvió para agradecer a Dios la salud recibida; Cristo tomó la palabra y dijo:
“¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate y vete; tu fe te ha salvado” (Lc, 17, 11-19).

    Lo prometí
    ante el Sagrario ayer;
    se lo juré
    al Cristo de mi fe;
    que guardaré
    total fidelidad,
    la luz de mi cursillo
    no se apagará jamás.

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