La ley natural
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Algunas sectas auspician el respeto a la “ley natural’, a tal punto que se rehusan a curar a los enfermos, lo cual es perfectamente lógico.
Es en nombre de esta ‘ley natural’ que la Iglesia rechaza los métodos anticonceptivos, el aborto, e incluso la ‘fecundación in vitro’ llamada ‘homologa’, es decir la que se practica con el concurso de dos esposos legítimos.
Esta actitud parecería en contradicción con la expresión de Dios a Adán y Eva: “Dominad la tierra y sometedla’. No se puede dominar y someter sin legislar, de manera que el ser humano, si no puede cambiar la ley de Dios, de quien le viene su poder, tiene derecho a cambiar las ‘leyes de la naturaleza’, las cuales son, por así decirlo, competencia de su administración.
Por lo tanto, cuando condena todo lo que se aparta de la ‘ley natural’ la Iglesia está en contradicción con el Génesis, sin hablar del retraso en que se coloca con respecto a la marcha del siglo, y de la antipatía que despierta entre sus contemporáneos, a quienes censura sin comprenderlos”.
Sin embargo, las leyes de la naturaleza no se deben confundir con la ley natural, que nos es conocida por la Revelación.
Aquí, son necesarias dos líneas de historia. Hasta el siglo XIV —o poco más o menos, no es más que un punto de referencia y se lo puede situar antes en Italia o más tarde en España— Dios era el principal personaje de la historia. Esta giraba alrededor de él, tal como la ciudad alrededor de la catedral, y dominaba el pensamiento, el arte, la vida social y la vida privada. Su criatura era una persona “a su imagen y semejanza” y, como una persona es más importante que un montón de piedras, había frecuentemente, en la pintura, desproporción entre las personas y el decorado, el señor sobresalía a gran altura por encima de las murallas de su castillo, y el santo tenía su iglesia en el hueco de su mano. Esta desproporción se encontraba en todos los terrenos, incluido el de las costumbres, las cuales podían ir desde la crueldad hasta la poesía, según el ser humano eligiera, de su semejanza con Dios, el poder que creía tener de parte de él, o, por el contrario, se sintiera inclinado, por dicha semejanza, a la misericordia y al amor. La Edad Media no fue una época de oscurantismo, sino de viva luz volcada sobre el hombre, sus grandezas, sus debilidades, sus impulsos, y sus discordancias interiores.
Así lo demuestran la mescolanza de colores contrastantes de sus vestimentas o la extravagancia de sus peinados. Esos extremos están simbolizados por el guantelete de hierro del guerrero, y la mano perforada por los estigmas de san Francisco.
A partir del siglo XV —un poco antes o un poco después, esto no es sino una referencia móvil sobre el mapa de las corrientes de la mente— el hombre se desprende de la fascinación de Dios y se vuelve hacia el mundo: va a perder un Padre y a darse una Madre, la Naturaleza, y la expresión “nuestra madre naturaleza” se convertirá en una trivialidad de la conversación.
Es la época de los grandes descubrimientos, y el hombre vuelve a encontrar en su camino a las divinidades paganas, las que solamente dormían con un ojo “en su mortaja de púrpura”. Ordena la creación ya no alrededor de Dios, sino alrededor de sí mismo: en la pintura, la perspectiva compone el decorado con relación al ojo del pintor. El hombre se juzga a la vez admirable y ridículo, admirable por la superioridad que su razón le da sobre las otras criaturas, ridículo por el lugar minúsculo que ocupa en el torbellino del universo. El cuadro de Brueghel La caída de Icaro da una idea de esta nueva situación: casi es necesaria una lupa para percibir la zambullida del héroe en medio de la inmensidad del decorado; la aventura de Icaro termina con una ridicula escupí dita en el agua. El ser humano no es ya una persona, pues la persona es, en nosotros, la que dialoga con Dios, sino un individuo, que hablará a menudo de “libertad individual”, y nunca de “libertad personal”.
Se encuentran más pruebas de las que se necesitan sobre esta mutación en la literatura del siglo de las “Luces” que combina de una manera pasmosa la exaltación de la especie con el desprecio por sus representantes. El hombre es la única conciencia en acción del universo, es el ser supremo: rinde homenaje tras homenaje a su genio, al mismo tiempo que se adueña de él un sentimiento cada vez más deprimente de su insignificancia material; los escritores abandonan al héroe de la antigüedad para consagrarse a la descripción minuciosa de las flaquezas de la especie y de las mediocridades de la vida cotidiana.
Sin embargo, el conocimiento de las leyes de la naturaleza progresa a grandes pasos, y simultáneamente con éste, el ateísmo. Cada descubrimiento parece acercarnos al momento ideal en el que la naturaleza tendrá la gentileza de explicarse por sí misma.
Así fueron las cosas hasta mediados del siglo XX, cuando se produce una de esas revoluciones disimuladas de la que no se toma conciencia sino después de ocurridas y que cambian, insidiosamente, toda la mentalidad de una época: desde hace una veintena de años, las “leyes de la naturaleza” dejaron de tener fuerza de ley. Convertidas en factores corregibles y revocables en virtud del progreso de las técnicas, las barreras que oponían a la voluntad humana ceden unas tras otras, y no ofrecen ya puntos de referencia a la razón, que no depende, en adelante, más que de sí misma, mientras nadie sabe cómo usará el poder embriagador y fatal que tendrá mañana.
Yo pienso que la “ley natural”, según la Iglesia, no es una doctrina sacada del examen de las “leyes de la naturaleza”. La “ley natural” es el conjunto de las obligaciones y de las responsabilidades que derivan para el hombre de su naturaleza de ser creado “a imagen y semejanza de Dios”. En última instancia, la ley natural se apoya sobre el principio de que Dios y el hombre no pueden ser disociados, y de que el hombre, en consecuencia, posee el poder exorbitante de implicar a Dios en sus actos, tenga o no tenga consciencia de ello.
Esto es lo que determina la gravedad del aborto, que no es únicamente, como se dice en términos evasivos, una “interrupción del embarazo”, sino la interrupción de un proceso de origen divino, pues un nacimiento es siempre un milagro que, no por ser de los más corrientes, deja de causar el mismo asombro cada vez que se produce.
La Iglesia se pronunció al respecto, y aquellos que se mostraban más decididos a no oírla le reprocharon pronto el haber hablado, a tal punto está establecido que aquí abajo la libertad de expresión es plena y entera para todo el mundo, excepto para la Iglesia.
Se siente una gran simpatía hacia aquellos que, al no poder tener hijos, recurrieron a la “fecundación in vitro e implantación del embrión”. La Iglesia desaprueba el procedimiento —con mucho menos rigor que el que se critica, por lo demás— por varias razones. Requiere la intervención de un tercero, lo cual parece difícil de conciliar con la expresión del Evangelio sobre el matrimonio: “No serán más que una sola carne”. Por otra parte, y el argumento es a nuestros ojos más convincente, en el intervalo que separa la fecundación en probeta y el trasplante, el niño está privado de la protección natural de la madre y expuesto a todas las manipulaciones, fuerte tentación a la cual no se resistirá mucho tiempo. Además, para lograr éxito en un trasplante, se requiere un excedente de embriones. Los que no se utilicen serán congelados, y mantenidos en ese estado intermedio entre la vida y la muerte, a la espera ya sea de encontrar destinatario, o de ser destruidos, después de un lapso variable, a menos que sean ofrecidos para la investigación como cualquier animal de laboratorio: aquí entramos simultáneamente en lo desconocido, y en el horror. Estamos en condiciones de transgredir, de modificar o de abolir “las leyes de la naturaleza”, pero somos incapaces de fijar reglas a esta nueva libertad,
Los comités de ética reconocen en el embrión a “un ser humano potencial”, que exige respeto, pero son incapaces de protegerlo. La palabra “potencial” no es otra cosa que una habilidad de lenguaje bastante pobre. Amandine, el primer bebé de probeta francés, habrá enseñado a una multitud de ignorantes, entre los que me cuento, que ella era ya Amandine algunas horas después de su concepción: toda las características de su futura persona estaban impresas entonces en ella. Un embrión no es un ser humano “potencial” —del mismo modo que los bebés amurados por el paganismo en las paredes de la ciudad no eran “adultos potenciales”— es un ser humano, y el hecho de que esté en formación no atenúa en nada la responsabilidad de eventuales manipuladores, al contrario, la agrava de la manera más espantosa: es una violación. Los comités de ética no están en condiciones de edificar una moral sobre esta clase de tema, pues una moral del ser humano no puede construirse más que con relación a un absoluto, y lo absoluto —es decir, hablando claramente, Dios mismo— está a priori apartado del debate y rechazado al terreno de las especulaciones o de los sueños metafísicos. O bien el hombre es una imagen de Dios, ¿y quién se atreverá a tocarlo, sobre todo cuando comienza a ser, bajo la forma misteriosa y frágil del embrión? O bien no es más que una jalea de partículas desprovista de toda impresión divina, y por qué no habría de cocinársela libremente, para su bien y el mejoramiento de la especie, está demás decirlo.
Pero todas estas reflexiones, si bien desembocan en la condena de prácticas, no conducen en ningún caso a condenar a las personas. En el Evangelio, Cristo fija de la manera más rigurosa y más saludable las leyes del matrimonio, y al otro día conversa con una samaritana “que tuvo cinco maridos” y que vive con un sexto “que no es su marido”: es sin embargo a esta persona de situación irregular a la que él confiará uno de los más bellos mensajes del Evangelio sobre la adoración de Dios en espíritu y en verdad.
En consecuencia, se puede decir, con un reconocimiento infinito para la misericordia de Dios, que el cristianismo es la ley, después de la cual no hay ya más que excepciones.
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