¿Para qué sirve creer?

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Desde el punto de vista moral, muchos incrédulos igualan o superan a los creyentes en bondad, en devoción, en probidad o en el ejercicio de las virtudes sociales y familiares; si existieron progresos en el terreno social, es a los revolucionarios ateos a quienes se les deben, más bien que a los cristianos, mucho tiempo inclinados a remitir la justicia a un mundo mejor: si hoy en día están más atentos a los derechos de los pobres, es precisamente en la medida en que creen un poco menos en el paraíso y un poco más en este mundo.

Desde el punto de vista intelectual, la diferencia es mínima entre aquel que cree, el que duda la mayor parte del tiempo, y aquel que no cree, interrogándose sin cesar.

 Finalmente, están buscando, y creer, o creer que se cree, no hace más que simplificar arbitrariamente un problema, que consiste en saber “por qué hay algo más bien que nada”, y uno tiene más posibilidades de resolverlo que cuando se le dan las respuestas convencionales de la fe. En lo que concierne al destino individual, al no ser pruebas los artículos de fe, el creyente no está mejor informado que el incrédulo. Por lo tanto, de nada sirve creer.

Sin embargo, “el insensato dice en su corazón: No hay Dios” dicen las Escrituras.
Todo lo que se acaba de decir sobre lo moral y la vida, intelectual o social, puede ser invocado en ventaja de la religión.

La moral privada del medio revolucionario ateo en el cual yo fui educado, era la misma que la de los católicos de enfrente; tenía el mismo origen jucleo-cristiano y, si bien ignoraba deliberadamente el primero de los diez mandamientos, practicaba los otros sin siquiera pensar en ello.

 En el plano social, los fieles daban muestras de una resignación excesiva, debida al pesimismo engendrado en ellos por siglos de jansenismo rampante, que los colocaba constantemente al borde de la condenación y enlutaba permanentemente sus iglesias y sus pensamientos.

Penosa situación a la que no aportaba ningún alivio el despotismo clerical. Se podría resumir su psicología diciendo que amaban quizá a su prójimo como a sí mismos, pero no más.

Permanece sin duda, el amor al prójimo, otro valor judeo-cristiano, el cual ponía a la izquierda en movimiento hacia la justicia.

El ateísmo sistemático produjo resultados catastróficos y es imposible contar sus víctimas. Habremos visto surgir en pleno siglo XX dos monstruos de una especie todavía desconocida, dos dragones totalitarios que se mirarán durante algún tiempo con ojos vacíos de todo sentimiento antes de lanzarse el uno contra el otro. El dragón hitleriano terminó en un charco de gasolina inflamada, en el agujero del subterráneo de Berlín donde se había escondido con su odio y sus sueños.

 El dragón staliniano lo sobrevivió diez años, y si bien el sistema presenta hoy signos de cansancio, si se perciben algunas fisuras en su caparazón, no habrá oprimido menos durante decenas de años a innumerables poblaciones bajo sus escamas de hierro, y engendrado un dragón chino que llega una vez más a lanzar su llameante aliento de terror y de mentira sobre Pekín.

Espectáculo consternador, nuestros intelectuales más difundidos se habrán situado junto a una u otra de esas bestias del Apocalipsis, y, ocupados en perorar en las nubes, no habrán oído el gemido que subía desde la tierra. Occidente escapó a los horrores de la ideología encarnada, en virtud de su muy antigua cultura cristiana, la cual obligó al ateísmo a tomar la forma tolerable de laicismo preservándolo del espíritu de sistema: el laicismo tuvo entre nosotros sus accesos de fanatismo anticlerical, pero jamás cerró las iglesias; es uno de los casos en los cuales la fe salva a la razón de su pendiente natural, pendiente que, en política, la arrastra hacia el absolutismo.

El ateísmo filosófico, excepción hecha de Karl Marx, titular de un pensamiento vigoroso, y de quien algo sabe el mundo desde hace setenta años, no fue jamás más que cosa de filósofos de segundo orden del siglo XVIII o del siglo XIX, y desapareció con ellos.

Entregado al ateísmo materialista o a la insolente domesticidad del becerro de oro, abandonado a su suerte por pensadores que no piensan más que en sí mismos, el ser humano está cada vez más solo con los aparatos automáticos que constituyen su compañía ordinaria en las estaciones, el subterráneo, los estacionamientos, los cafés, los cuales no abren la boca más que para sacarle la lengua de un boleto, o para tragar el suyo, levantan brazos articulados para entregarle un pasaje, le distribuyen el café, el chocolate, la tortilla envueltos en celofán, y le dan el vuelto, por temor de que vaya a dirigirse a un empleado viviente.

¿Para qué sirve creer? Vemos claramente para qué sirve no creer: para estar solo sobre la tierra, que es el menos fijo de todos los domicilios, y para no oír jamás, en respuesta a las preguntas que el corazón se plantea, otra voz que la propia.

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