Manifestaciones entre la alianza Dios-hombre
11:24
Una de las manifestaciones más significativas de la alianza entre Dios y el hombre, con intervención de ángeles o mensajeros, aparece en el Libro de Job, escrito 500 años antes de Jesucristo, aproximadamente.
Como quiera que solamente puede actuar con permiso de Dios, el Señor le permite a Satán que tiente a Job, un santo varón piadoso. A primera vista parece que Dios ha entregado uno de sus mejores amigos en manos de su enemigo, el peor de todos.
Pero Job es puesto a prueba solamente: Dios quería demostrar, no tanto a Satán como a Job, que aquél no es omnipotente; que su poder es sólo residuo del que le fue otorgado cuando se le creó como ángel. Del Libro de Job surge con prístina claridad y esperanza la evidencia de que el hombre es más poderoso que Satán, ya que puede aliarse con Dios.
La existencia de Satán fue confirmada posteriormente por los apóstoles cuando recibieron orden de predicar los evangelios al pueblo. Cristo había llamado a Satán, príncipe de este mundo, y con esto señala la característica esencial de Satanás.
De todos modos, el desarrollo de la demonología bíblica sigue un itinerario mucho más complejo que el de la angelología, puesto que si era relativamente fácil imaginarse a Yhavhé rodeado de una corte de personajes celestiales, sirviéndose de ellos como ministros y mensajeros, era sumamente difícil admitir la existencia de otros seres dotados de poderes ocultos, que compartiesen con él el dominio sobre los hombres y el mundo, aunque limitándose a la esfera del mal.
Por esta razón, los autores bíblicos más antiguos, casi hasta la época del destierro, evitan hablar abiertamente de demonios, prefiriendo hacer que provengan de Dios incluso los males que afligen al hombre, como la peste, la fiebre, etc., a veces bajo la forma de un ángel exterminador.
No faltan, sin embargo, algunas huellas literarias que revelan la creencia popular en la existencia de espíritus malos, de los que el hombre intenta precaverse con ritos o prácticas mágicas.
Entre estos destacan: los “Flohím”, espíritus de los difuntos, que evocan los nigromantes, a pesar de la prohibición absoluta de la ley; los “Sédim”, seres con carácter verdaderamente diabólico, a los que los israelitas llegaron a ofrecer sacrificios; también menciona a unos seres extraños semejantes a los sátiros, que, según se creía habitaban en las ruinas o en lugares áridos y alejados.
Con estos mismos lugares se relaciona también la presencia de los dos únicos demonios cuyos nombres nos ofrecen los textos antiguos: con las casas derrumbadas al demonio Lilith, al que se atribuía sexo femenino; y con el desierto a Azazel, a quien el día solemne de la expiación se le ofrecía un macho cabrío sobre el que el sumo sacerdote había cargado los pecados del pueblo.
El libro bíblico en que se manifiestan más abiertamente la creencia de los israelitas en los demonios es el de Tobías, que en paralelismo con la acción benéfica desarrollada por el ángel Rafael, hace resaltar la obra maléfica del demonio Asmodeo, a quien se atribuye una violencia de persecución tan grande que llega a matar a todos los que intentaban unirse en matrimonio con la mujer a la que torturaba.
Pero el libro conoce, además, una forma eficaz para exorcizar a cualquier demonio o espíritu del mal: quemar el hígado y el corazón de un pez, pues el humo obliga entonces irremediablemente al espíritu a abandonar su presa y a huir lejos.
Como quiera que solamente puede actuar con permiso de Dios, el Señor le permite a Satán que tiente a Job, un santo varón piadoso. A primera vista parece que Dios ha entregado uno de sus mejores amigos en manos de su enemigo, el peor de todos.
Pero Job es puesto a prueba solamente: Dios quería demostrar, no tanto a Satán como a Job, que aquél no es omnipotente; que su poder es sólo residuo del que le fue otorgado cuando se le creó como ángel. Del Libro de Job surge con prístina claridad y esperanza la evidencia de que el hombre es más poderoso que Satán, ya que puede aliarse con Dios.
La existencia de Satán fue confirmada posteriormente por los apóstoles cuando recibieron orden de predicar los evangelios al pueblo. Cristo había llamado a Satán, príncipe de este mundo, y con esto señala la característica esencial de Satanás.
De todos modos, el desarrollo de la demonología bíblica sigue un itinerario mucho más complejo que el de la angelología, puesto que si era relativamente fácil imaginarse a Yhavhé rodeado de una corte de personajes celestiales, sirviéndose de ellos como ministros y mensajeros, era sumamente difícil admitir la existencia de otros seres dotados de poderes ocultos, que compartiesen con él el dominio sobre los hombres y el mundo, aunque limitándose a la esfera del mal.
Por esta razón, los autores bíblicos más antiguos, casi hasta la época del destierro, evitan hablar abiertamente de demonios, prefiriendo hacer que provengan de Dios incluso los males que afligen al hombre, como la peste, la fiebre, etc., a veces bajo la forma de un ángel exterminador.
No faltan, sin embargo, algunas huellas literarias que revelan la creencia popular en la existencia de espíritus malos, de los que el hombre intenta precaverse con ritos o prácticas mágicas.
Entre estos destacan: los “Flohím”, espíritus de los difuntos, que evocan los nigromantes, a pesar de la prohibición absoluta de la ley; los “Sédim”, seres con carácter verdaderamente diabólico, a los que los israelitas llegaron a ofrecer sacrificios; también menciona a unos seres extraños semejantes a los sátiros, que, según se creía habitaban en las ruinas o en lugares áridos y alejados.
Con estos mismos lugares se relaciona también la presencia de los dos únicos demonios cuyos nombres nos ofrecen los textos antiguos: con las casas derrumbadas al demonio Lilith, al que se atribuía sexo femenino; y con el desierto a Azazel, a quien el día solemne de la expiación se le ofrecía un macho cabrío sobre el que el sumo sacerdote había cargado los pecados del pueblo.
El libro bíblico en que se manifiestan más abiertamente la creencia de los israelitas en los demonios es el de Tobías, que en paralelismo con la acción benéfica desarrollada por el ángel Rafael, hace resaltar la obra maléfica del demonio Asmodeo, a quien se atribuye una violencia de persecución tan grande que llega a matar a todos los que intentaban unirse en matrimonio con la mujer a la que torturaba.
Pero el libro conoce, además, una forma eficaz para exorcizar a cualquier demonio o espíritu del mal: quemar el hígado y el corazón de un pez, pues el humo obliga entonces irremediablemente al espíritu a abandonar su presa y a huir lejos.
0 comentarios