Un minuto con Dios

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Cuando hablas con los tuyos, cuando les reprendes, cuando les llamas la atención, cuando les exiges algo, les sueles gritar, ¿verdad? Te pregunto: ¿por qué gritas?

Me dices que tienes la razón. Si tienes la razón, ¿pa­ra qué quieres los gritos? ¿La razón necesita de los gri­tos para ser reconocida y aceptada?

Entonces la razón que tienes es muy débil; no necesitaría de gritos, ni de otra cosa, si fuera suficientemente fuerte.

Si no tienes razón, ¿para qué gritas? ¿Es que pre­tendes imponerte por los gritos sin tener razón?

No te ilusiones, nunca los gritos fueron convincentes; ha­rán callar a tus inferiores, pero no los convencerá; y hacerte obedecer de alguien que no esté convencido, es imposible.

Si tienes la razón y expones la razón solamente con la fuerza del convencimiento, serás efectivo y lle­garás mejor al corazón de los demás.

Toda la ley alcanza su plenitud en este solo pre­cepto:
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Pero “si os mordéis y os devoráis mutuamente mirad no va­yáis nuevamente a destruiros” (Gal, 5, 14-15).

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