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¿Se puede ser objetivo?

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“La pregunta se hace de tanto en tanto a los candidatos al bachillerato, quienes, en general, tienen la prudencia de responder que si bien la objetividad es deseable, es desgraciadamente imposible.

 Inmersos en un mundo cuya naturaleza profunda se nos escapa; tributarios de nuestros sentidos, los cuales nos proveen a veces de informaciones dudosas, como lo observara ya Descartes citando el ejemplo del bastón que parece romperse cuando se lo sumerge en el agua, o el de las casas paralelas que parecen juntarse al final de una calle; prisioneros de la estructura de nuestro cerebro y de las categorías de nuestra inteligencia; formados o deformados por el medio, la educación, las diversas influencias que se ejercen sobre nuestro juicio sin que nosotros lo sepamos; y agregada a ello nuestra propensión a pintar las cosas con los colores que nos convienen y a no ver nada más que lo que nos gusta ver, todo demuestra que la objetividad es un ideal inaccesible o, más precisamente, una ilusión más.

En resumen, nos resulta tan posible tener una visión objetiva del mundo como a un pez salir del agua para tener una vista general del océano”.

Sin embargo, hay peces voladores. Más seriamente, ya es mostrarse notablemente objetivo el reconocer que no se lo es.

Desde que olvidamos nuestro origen o renegamos de él, cometemos muchos errores sobre la inteligencia, respecto a la cual uno de ellos es encontrarla sospechosa ya sea de deformar lo que mira, ya sea de hacernos creer que conocía las cosas cuando, según se dice, no conocía finalmente más que a sí misma; dueña de un nombre que sirve tanto para designar el genio de Pascal como la astucia del político suburbano, el talento del investigador de laboratorio, como el ingenio para la réplica vivaz de la muchachita mal educada.
Ahora bien, la inteligencia, como lo demás, viene del amor, y se puede decir de ella lo que san Pablo dice de la caridad, a saber: que es paciente, que es atenta, que no se complace en sí misma, que se da a todos, que su gloria corresponde a la medida de su capacidad de anularse. Nacida en nosotros de un deseo de la Palabra, está hecha para dialogar con la luz, y es ese diálogo el que busca reanudar cuando interroga al cielo y a la tierra, los misterios de la vida, del espacio y del tiempo.

 Tiene, como toda ciencia la objetividad por principio, el desprendimiento de sí por norma, y se puede decir sin ninguna paradoja que existe plenamente cuando no existe ya, cuando es un puro espejo del otro, pues tal es su manera de amar.

No ignora ninguna de las desventajas enumeradas anteriormente, capaces de entorpecer el ejercicio de su libertad, pero la asombrosa facultad de emerger que posee le permite reconocerlas y, en consecuencia, superarlas. Sabe que sus débiles sentidos extraen muy pocos elementos del inmenso mar de energía que nos rodea, pero también que éstos alcanzan ampliamente para indicarle el camino que lleva a la luz eterna, principio y fin de su búsqueda, la cual no encontrará reposo más que en Dios y no en ninguna otra parte.

Sabe también que está encarnada, que está atada al polvo del cual estamos compuestos, que puede sufrir con ese cuerpo del cual depende, y pasar por las tinieblas cuando éste pase por la cruz. Razón de más para no hundirla en las tinieblas por sí misma impidiéndole ir hacia el lado donde es esperada, para no encarcelarla en la triste celda del subjetivismo y arrancarle, al mismo tiempo, la extraña esperanza de eternidad que lleva en sí el ser efímero que somos.

Es cierto, la objetividad es difícil, como la contemplación es difícil, y lo es el desprendimiento, y la humildad. Pero si alguien les dice que es imposible, estén seguros de que ese alguien no será jamás capaz de tejer redes de relaciones entre objetos por los cuales no sentirá amor, como la araña tiende sus hilos en un ángulo del armazón del techo, y déjenlo a sus moscas.

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