El amor universal

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En verdad, lo usual es que yo nunca asistía a ninguna conferencia, pero como se trataba de una tarde libre y de una invitación, por supuesto que acepté; pero sin interesarme mucho por el tema ni por el conferencista que igual fueron anunciados al comienzo de la presentación. El tema a tratar era “El Amor Universal”. Y cuando nombraron al conferencista (con un nombre oriental), éste se acercó pausadamente al micrófono acompañado de un caluroso y fuerte aplauso al tiempo que otro joven le colocaba en su cuello una bella y colorida guirnalda de flores.
El caballero del lado mío le dijo a su acompañante:
- Es un monje de la Orden de los Vaishnavas.
- Ajá –respondí para mis adentros- ¡Que curioso! – y me acordé de mis años de infancia cuando con mis amigos de escuela jugábamos a los monjes que conocían los Nombres Secretos de Dios… Casi me perdía en estos recuerdos cuando de repente me pareció muy bello lo que el conferencista acababa de decir:
“... que el Amor es el Arte y Ciencia de darles Felicidad a los demás. ¿Y qué es la Felicidad? La Felicidad es Dios, el Bien Absoluto y Eterno; Dios es el Éxtasis Divino, es el Amor Mismo, ¡Dios es Amor!; por lo tanto, no puede haber Amor Verdadero si Él no está en el centro de nuestras vidas...”
¡Cuánta lógica encontré en estas sabias palabras! ¡Cuánto sentido común! Esta era una Gran Verdad. Sin Dios en el centro de nuestras vidas no podemos hablar de Amor porque Dios es el Amor Mismo. ¡Es indispensable la presencia de Dios para que haya Amor Verdadero!...
Y a medida que iba transcurriendo la conferencia llena de esta inesperada sabiduría no se por qué veía en los gestos de aquel monje renunciante a uno de mis viejos amigos de infancia...
Era el hijo único del Gobernador del pequeño pueblo donde vivíamos y se destacaba no sólo por su especial belleza sino también por su notable inteligencia; pero al mismo tiempo era algo enfermizo, orgulloso y egoísta; y quizá por todo eso es que nosotros lo amábamos de una forma muy especial.
Cierto día fui a su casa para hacer unas tareas encargadas por el profesor. En realidad eso no ocurría siempre porque yo misma me sentía a veces fuera de su medio y de su asociación. Pero aquel día en su casa vi cómo en un arranque de ira, el pequeño amigo postrado en una silla de ruedas tiró el plato de comida por el suelo, obligándole a su sirviente a que comiera sus restos “como acostumbran hacerlo sólo los perros...” Y un gesto de gran poder le deformó el rostro convirtiéndolo en un temible y odiado tirano.
¡Fue terrible! Se apoderó de mí una sensación de náuseas y deseos de huir de aquella absurda escena... Mientras el conferencista decía:
“Nuestra Felicidad y Perfección está en nuestra relación amorosa con Dios y con los demás. Pero para tener Amor, debemos limpiar nuestro corazón de la ira, de la lujuria, el orgullo, egoísmo, rencor, codicia y de todas las malas cualidades... de otro modo no vamos a poder sentir Amor por nadie y menos Amor Puro por Dios. Pero los Santos Nombres del Señor tienen la facultad de limpiar nuestro corazón y entregarnos todas las virtudes… principalmente las virtudes de Servir y Amar...”
¡Este era el mensaje perfecto dirigido para mi desafortunado amigo! Pero a estas alturas de la vida ¡cómo avisarle! ¡Cómo hacérselo llegar! Quise seguir tomando nota de todo cuanto decía aquel extraño monje renunciante pero no podía alejar de mí aquella escena tan fatalmente evocada y los más extraños recuerdos vinieron a mi memoria... como aquella colección de animales disecados que él solía aumentar todos los días y esa otra de raros insectos atravesados por alfileres... O aquella mañana en que, por una apuesta, él se comió una lagartija… Fue tan chocante esta evocación que preferí seguir el hilo profundo de esa magnífica conferencia...
“... El Verdadero Amor según las Escrituras Védicas implica Sacrificio y Servicio. Aquellos que aman de verdad se sacrifican y se dedican a servir a la humanidad y no sólo al hombre sino a todas las entidades vivientes porque Amar a Dios significa Amar Su Creación...”
Pero los gestos o rasgos de aquel joven renunciante aún continuaban siéndome familiares y aquellos recuerdos no dejaban de fluir por mi agitada mente, así es que decidí salir un rato a la sala de descanso en donde sin pensarlo ¡alcancé a leer el nombre de ese amigo mío en una enorme publicidad que anunciaba su conferencia!... Pero, ¡qué juegos del destino! El mismo jovenzuelo a quien le encantaba disecar animales o comerlos vivos era el mismo joven renunciante que nos traía el más bello mensaje del Amor Universal, de ese Amor que hace profunda nuestra relación con todos los seres vivos... que nos ayuda a entender nuestra relación con la Madre Naturaleza y con Dios, nuestro Divino Padre.
Por supuesto que era inconcebible asimilar ese profundo cambio del cual yo estaba siendo testigo... por ello decidí abordarlo de inmediato para saber qué fue lo que pasó, cómo fue que sucedió tan extraña transformación. Pero cuando regresé a gran salón de conferencias, él ya no estaba allí, había desaparecido como por arte de magia pues... la conferencia había terminado...
Como es natural en estos casos, el conferencista había salido por la puerta de atrás, rumbo a otros compromisos. Y yo indagué todo lo que pude acerca de él. Finalmente nos dijeron, a un gran público interesado y a mí, que a él ya no lo veríamos hasta su próxima conferencia anunciada justamente para el día de hoy en que estoy esperando ansiosa en esta butaca de primera fila...
¡Qué cambios puede operarse en el ser humano sólo por la misericordia del Infinito! Porque no puede ser de otro modo, ya que aquel conferencista cuando era un niño, una única tarde nos confesó llorando que él quería cambiar pero que no podía o no sabía cómo hacerlo... Por eso él nos animaba a ese singular juego de encontrar Los Nombres Secretos de Dios, pues había leído en alguna parte que “sólo el cantar esos Nombres Sagrados podía liberarlo a uno de su degradada y lamentable condición...” Y así fue, porque como él mismo dijo en su maravillosa conferencia:
“Es un trabajo colosal; en realidad, nosotros solos no podemos hacer este trabajo, debemos dejar que Dios nos ayude y por eso, Él nos ha regalado Sus Divinos y Santos Nombres, para que al cantarlos podamos purificar nuestro corazón.”
Ganga G. Dasi

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