La visión cristiana de la muerte
0:30En la antigüedad pagana, el pez simbolizaba el agua y también la muerte porque el hombre no podía vivir en ella. Los cristianos de los tres siglos primeros convirtieron esa figura en alegoría de la vida eterna al formar la frase lesus Christhus Theou Uios Soter (Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador) mediante la palabra ICHTHUS (pez, en griego), donde la T del genitivo Theou («de Dios») representa una cruz levantada en el centro de las siete letras del acróstico de su declaración de fe. El pez pasó a ser desde entonces una representación simbólica de Jesucristo y de su resurrección de entre los muertos.
Todo lo que los cristianos pueden decir acerca de la muerte tiene su fuente en la Sagrada Escritura: Antiguo y Nuevo Testamento, considerada como palabra de Dios inspirada a los diferentes escritores de la Biblia y comentada por la tradición viva de la Iglesia. En consecuencia, nos vamos a apoyar en las fuentes bíblicas y en la tradición para presentar esquemáticamente los conceptos fundamentales de la visión cristiana de la muerte.
La visión cristiana de la muerteDios ha creado el cielo y la tierra y cuanto ellos contienen, y en cada etapa de esa creación, realizada simbólicamente en seis días, se dice que «Dios vio que era bueno» (Gn 1). La creación hecha por Dios es, por tanto, una creación de vida. ¿De dónde viene la muerte?
¿Por qué la muerte?
En el pensamiento judeo-cristiano, la muerte es la consecuencia del pecado original cometido por Adán y Eva, la primera pareja. Ellos se alejaron del Dios de vida al transgredir la ley divina. En efecto, Dios le había permitido al ser humano comer de todos los árboles del jardín del Edén, excepto del árbol de conocer el bien y el mal, porque, dice Dios, «el día en que comas de él, tendrás que morir» (Gn 2, 17). Es decir, que para no conocer la muerte le estaba prohibido al ser humano el discernir por su cuenta lo que está bien y mal. Ese juicio se lo tenía que dejar a Dios.
Pero inducidos por la serpiente (Satanás, el demonio, el Adversario), que les asegura que, al contrario de lo que se les había dicho, no conocerían la muerte si probaban ese fruto, el hombre y la mujer quisieron «ser como dioses versados en el bien y el mal» (Gn 3, 5) y optaron por decidir ellos mismos lo que es bueno o malo y declararse, en consecuencia, los dueños de su destino rehusando toda dependencia del Creador.
Así, el pecado original aparece como un deseo de independencia absoluta de Dios, de autonomía: darse a sí mismo su propia ley, ser la única fuente de sí mismo. Ahora bien, ese deseo es una ilusión porque el hombre no tiene en sí la fuente de su ser, de su existencia. Para aclarar esta noción resituándola en la perspectiva del amor, en ese deseo fundamental de querer y ser querido que alienta a todo ser humano, nos podemos referir a la explicación, a la vez filosófica y teológica, que Blaise Pascal da en su carta del 17 de octubre de 1651 a M. y Mme. Perier después de la muerte de M. Etienne Pascal, su padre:
«Dios creó al hombre con dos amores: el amor a Dios y el amor a sí mismo; pero con una ley, que el amor a Dios sería infinito, sin más fin que Dios mismo, y que el amor a sí mismo sería finito y en relación con Dios. El hombre en ese estado no solamente se amaba sin pecado, sino que no podía dejar de amar sin pecado. Luego llegó el pecado, el hombre perdió el primero de esos amores, quedando el amor a sí mismo solo en esa gran alma capaz de un amor infinito, y ese amor propio se extendió y desbordó el vacío que el amor a Dios había dejado; y, de esta manera, él se amó sólo a sí y a las demás cosas por sí, es decir, infinitamente».
El pecado original es, en cierto modo, el paso del teocentrismo al egocentrismo, el paso del amor infinito de Dios y para Dios, que al mismo tiempo es amor de la vida bajo todas sus formas, al amor ilimitado de sí mismo. El pecado, por tanto, no es fundamentalmente de orden moral, sino de orden espiritual. Es centrar todo en uno mismo y no en Dios, confundir la apariencia y la realidad, optar por la ilusión de una conciencia todopoderosa en vez de por el realismo de nuestra insuficiencia.
Pero al separarse de la Fuente divina de su ser, es el mismo hombre el que se priva de la vida incorruptible. En esa perspectiva, la muerte no se debe interpretar como un castigo que Dios infligiera al ser humano. Es más bien la consecuencia intrínseca de la voluntad de autonomía. Ella provoca la ruptura de la relación inmediata y vivificadora entre Dios y el hombre. Y en relación con la muerte es como se han de comprender cuantas desgracias padece el ser humano: sufrimiento físico o moral, angustia, soledad, sensación de desamparo, así como lo que deforma y altera la relación con el prójimo, que es la pérdida de confianza (tanto, por lo demás, en uno mismo como en los otros) y aumento de la desconfianza, la sospecha, el odio, etc.
Las «pellizas» con las que Dios viste al hombre después de la caída (Gn 3, 21) muestran simbólicamente esa condición humana que se convierte en mortal y corruptible: el hombre se hace biológico.
beración del pecado y la victoria sobre la muerte
Así, para San Pablo, «por un hombre, Adán, penetró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte se extendió a toda la humanidad, ya que todos pecaron» (Rom 5, 12-17). Pero si la muerte tuvo lugar por el pecado de uno solo, la victoria sobre la muerte fue posible por la Pasión y muerte de uno solo, Jesucristo, «verdadero Dios y verdadero hombre».
Porque, para la fe cristiana, la figura central de la Historia de la Salvación, es decir, de la victoria sobre el pecado y sus consecuencias, es Jesús de Nazaret, el Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que, asumiendo libremente la condición humana doliente y mortal, destruye el poder de la muerte y devuelve al hombre la posibilidad de comprender y afrontar de otra manera su destino.
Cristo, en efecto, asume la entera naturaleza humana menos el pecado. ¿Qué quiere decir? Esto significa que en la raíz del pecado está, como hemos visto, la tentación, que fundamentalmente siempre es tentación de idolatrarse a sí mismo. El mismo Jesús pasó por la experiencia de las tentaciones, en particular de la riqueza, el poder y la gloria (Mt 4, 1-11), símbolos de todas las demás. Se enfrentó a ellas y las venció apoyándose en las palabras de la Biblia, es decir, en la Palabra de Dios.
Él indica así el camino para vencer el pecado, fuente de muerte, mostrando que el deseo de satisfacción individual que induce al hombre a replegarse en sí mismo y, consecuentemente, a aislarse, y cuya naturaleza es relativa, se puede combatir con la fuerza de Dios. Porque la vida auténtica no está en la satisfacción de las pasiones del ego. Únicamente puede alcanzarse en la relación viva con Dios-Amor.
Aun habiendo luchado victoriosamente con el Tentador, Cristo, con todo, va más lejos. Asume libremente el dolor y la angustia de la muerte para triunfar sobre ella. Y no lo hace por él solo sino por toda la humanidad. La Pasión, término utilizado para nombrar los últimos días de la vida «terrestre» de Jesucristo, habla de esa larga secuencia de sufrimientos físicos y morales que comienza con un sudor de sangre por la intensidad de su angustia (Le 22, 44) y culmina en la crucifixión, una muerte lenta, ignominiosa y terrible.
A lo largo de esa dilatada agonía (etimológicamente, combate), Jesús siente la hondura del dolor y la muerte. Pero, al vivirla deliberadamente, pues se opone victoriosamente a la tentación y el pecado, él aplasta el poder de la muerte con su Resurrección. Él, Nuevo Adán, libera y restaura la naturaleza humana en su grandeza original. Devuelve a cada uno la posibilidad de dar con su verdadera vocación: ser partícipe de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4) no por sí mismo, ni por sus propias fuerzas, ni contando sólo consigo mismo, como lo quiso hacer Adán c instigación del Tentador (Gn 3, 5), sino con la gracia divina.
La resurrección de Cristo, que libera al hombre del pecado y la muerte, es la piedra angular de la fe cristiana. Lo afirma San Pablo con fuerza en la Primera Carta a los Corintios: «Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe es ilusoria» (1 Cor 15, 17). Esto es importante, la visión cristiana de la muerte halla en esto su anclaje.
Aquellos que llamamos Apóstoles, o discípulos de Cristo, a veces en medio de intensísimos sufrimientos pero con paz interior y dándoles las gracias a quienes los torturaban, dieron testimonio de que ellos habían visto y tocado realmente al Señor Jesús resucitado de entre los muertos. En esta afirmación, auténtica confesión de fe, que es también el grito gozoso de Pascua: «Cristo ha resucitado», está cimentada la Iglesia. Y esta resurrección de quien soportó los tormentos de la muerte sin tener pecado, abre la puerta a la resurrección de todos al final de los tiempos. Porque si el hombre también ha de morir, en adelante no es para dejar de vivir, sino para vivir de otra manera, recuperando la incorruptibilidad e inmortalidad perdidas por el pecado.
Esto es lo que el cristianismo ortodoxo canta con alegría la noche de Pascua y durante los cuarenta días siguientes: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, con su muerte ha vencido la muerte, y a quienes yacen en las tumbas, él les ha dado la vida».
Es evidente que la muerte sigue siendo un fenómeno físico ineluctable, pero ya no se ve como el destino final definitivo porque «como todos mueren por Adán, todos recobrarán la vida por Cristo» (1 Cor 15, 22). San Atanasio hace el siguiente comentario: «Por eso, nosotros, según la naturaleza mortal de nuestro cuerpo, nos descomponemos sólo por un tiempo a fin de recibir una resurrección mejor; nosotros, como granos de trigo arrojados en tierra, no perecemos, sino que, sembrados en la tierra, germinamos de nuevo, resultando así aniquilada la muerte por la gracia de nuestro Salvador».
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