¿Por qué Adán se hace mortal?
0:43La ley de la naturaleza induce a pensar en el ser replegado sobre sí mismo. La ley de Dios funda la ética. La ley de la naturaleza conduce a la muerte al más débil. La ley de Dios es responsabilidad de la vida ajena, sobre todo si esa vida es más débil. Por eso la consecuencia de la transgresión de la ley de vida es la muerte.
¿Quiere decir esto que, sin el pecado, el hombre habría vivido ad vitam aeternam (para siempre)? Esto no es tan cierto a los ojos del monoteísmo, y la amortalidad de Adán no significa, necesariamente, su inmortalidad. En efecto, en la lógica bíblica, si hay principio, hay obligatoriamente fin y, por tanto, necesariamente sentido. Sólo Dios es santo y sólo Dios es eterno. Al anunciar que Adán, comiendo del árbol del conocimiento del bien y del mal, iba a morir, Dios quiere antes que nada notificarle que va a conocer la muerte, su propia muerte. Él va a conocer que es mortal.
Esta interpretación es posible porque la palabra meth en hebreo tiene una doble significación: «muerte» y «mortal». Ahora bien, la segunda significación es la que hay que leer en el versículo. Si se hubiera tratado de una muerte efectiva e inmediata, Adán habría sido fulminado como lo fueron más tarde Nadab y Abihú, hijos del sumo sacerdote Aarón, mientras ofrecían un fuego profano en el servicio (Lv 10, 2). De hecho, el texto nos dirá que Adán siguió viviendo hasta... los novecientos treinta años.
Literalmente, la ecuación es sencilla. Adán transgrede apoderándose de un exceso de vida, y Adán se hace mortal. Lo que el hombre habría podido realizar como perfeccionamiento del mundo se confía a las generaciones. Así la Historia, en el sentido bíblico, es primero la de los toldoth, la de la «descendencia». De ahí esta teoría judía: «La madre enseña al hijo a ser un niño, el padre enseña al hijo a ser un hombre».
Educar significa enseñar a vivir y a transmitir. La transmisión comporta a contraluz, en zona oscura, la muerte del educador, su desaparición. Los padres transmiten porque saben también que van a morir. Cierto que la felicidad cotidiana está en quien nos tiende generosamente los brazos con una sonrisa eterna, pero pensar en el futuro implica pensar en la propia finitud. «¡Tú, hijo mío, serás un hombre cuando yo ya no esté!» La descendencia triunfa de la muerte.
Por lo tanto, la cuestión del más allá, la cuestión del después de la muerte, no es una cuestión fundamentalmente hebrea. Repasando todo el discurso profético, en total centenares de páginas, no encontramos ninguna información concreta sobre el otro mundo. Porque, fundamentalmente, ese otro mundo lo forman nuestros hijos y nuestros discípulos. La salvación personal es de menor importancia frente a la tarea de construir la Historia según la voluntad divina.
Porque para el hebraísmo, si el Creador ha dejado sus alturas luminosas y tranquilas, si ha creado este mundo opaco y finito, este mundo donde el absurdo lleva el nombre religioso de «inacabamiento», es que hay aquí abajo un reto que resaltar.
Cada uno de nosotros está más allá de sus padres. El infierno o el paraíso están bajo nuestra mirada y al alcance de nuestros deseos de odio o de nuestra capacidad de amor. Jacob no tiene miedo a morir, se horroriza al ver a sus hijos destrozados por querellas domésticas. Y está sereno en el momento de su muerte, cuando al fin los suyos están bien, sus doce hijos en paz en derredor de su lecho. Por eso el Talmud afirma: «El patriarca Jacob no ha muerto».
Esto no quiere decir que el problema del más allá no se plantee, que el hebreo nunca piense en él. Quiere decir que el problema de la muerte surge, por tanto, en una carencia de «saber vivir». Esta problemática no se encuentra, en el fondo, más que en boca de los «hedonistas» individualistas.
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