El pecado original 1
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“Ya lo dijimos, el ‘pecado original’ es una fábula instructiva, y no un
acontecimiento histórico. Jamás se encontró ninguna huella de un paraíso
perdido sobre la corteza terrestre; en cambio, se encuentran numerosas
menciones de éste en las mitologías orientales. Es imposible creer en
Adán y Eva cuando se sabe que el hombre desciende del mono, o más bien
que asciende de él y que su ascensión no terminó: dentro de dos o tres
millones de años, los antropólogos considerarán nuestros restos con la
condescendencia enternecida que hoy tienen frente a los restos de Lucy,
la buena mujercita reconstituida cuya imagen conmovedora figura en la
primera página de nuestro álbum familiar.
Por otra parte, la idea de un pecado inicial, que habría corrompido a la vez al hombre y a la tierra entera, y cuyos efectos desastrosos se habrían prolongado de edad en edad, a través de innumerables generaciones de inocentes, es contraria a la justicia y a las enseñanzas de las Iglesias sobre la misericordia divina. En esa hipótesis de la caída original, no se comprende tampoco cómo y por qué ese Dios cuya exquisita dulzura cantan sin cesar, persiga hasta el calvario el reembolso de la deuda moral contraída por la humanidad a su favor.
En resumen, desde todos los puntos de vista, la doctrina del pecado original es absurda y se comprende sin dificultad que la teología moderna haya renunciado a desarrollarla”.
Sin embargo, o bien la inteligencia parte de lo que se acaba de llamar el absurdo, o va al absurdo. O bien acepta la revelación contenida en el Génesis, y la historia adquiere un sentido, o bien rechaza ese punto de partida, y después de haber errado más o menos largo tiempo, se choca con la absurdidad de un mundo sin causa, sin destino, que se elabora sin motivo en virtud de un azar, se corrige por sí mismo a tientas, sordo al interminable gemido de la inocencia y consagrado a la noche. La “absurdidad” del pecado original abre las puertas a una inmensa esperanza, la absurdidad del azar y de la necesidad, o de cualquier otro intento de explicación del mundo que prescinde de Dios, es total, definitiva y sin remedio. Deja a la conciencia humana sola consigo misma, y con la muerte.
El carácter inspirado de la Biblia es algo que no me permite elección, por lo tanto considero que en el Génesis Dios me da la versión de los hechos: ¿cómo podría no aceptarla? Me doy cuenta, por otra parte, inmediatamente, de que contiene absolutamente todo lo que importa saber sobre la condición humana, en un lenguaje delicadamente acomodado a mi debilidad. Cuando Dios me dice “Adán y Eva”, yo pienso “Adán y Eva”, pues la fe consiste en aprender a pensar como Dios. Quizá, para él, no haya existido más que “Adán y Eva”, repetidos en 80 mil millones de ejemplares desde el principio de los tiempos, lo cual es poco comparado con el número de estrellas. No veo el interés que pueda haber en mezclar a un mono en aquella historia; señalo, de paso, que la fórmula “el hombre desciende del mono”, que data del siglo XIX, es del biólogo Haeckel, y que es considerada actualmente inoportuna e inadecuada, aunque sea todavía reverenciada como un dogma por una cantidad de personas que le encuentran la doble ventaja de sustraerlas a lo divino y de darles el tipo de satisfacción que correspondería al de un self-made man, “que empezó de nada”.
Pero quizá es oportuno citar algunos pasajes de ese libro sin igual. Génesis I, 26: “Después Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza”; I, 27: “Y Dios creó al hombre a su imagen, lo creó a la imagen de Dios, lo creó hombre y mujer”.
Estas pocas líneas coinciden maravillosamente con el espíritu de contradicción judío, cuya fuente quizá se encuentra en ellas, y que ve en el hombre una imagen de Dios, mientras que los pueblos paganos hacían más bien dioses a imagen del hombre o de algún otro animal más o menos sedoso. Dichas líneas entrañan bastantes consecuencias, entre las que resulta difícil decidirse a elegir. Por el momento, nos quedaremos con cinco de ellas:
— Es paradójico que la religión más intratable respecto a la inaccesible grandeza de Dios, cuyo nombre incluso teme pronunciar, haya sido también la única en proponer una “semejanza” entre el hombre y su creador. Ningún genio humano se habría atrevido a semejante aserto, de modo que está permitido e incluso indicado considerarlo como una revelación.
— Ese pasaje del Génesis se puede comparar con el episodio evangélico del tributo al César: personajes malevolentes preguntan a Cristo si los judíos deben pagar el tributo. Cualquier cosa que responda, afirmativa o negativa, se atrae, o bien el desprecio de la opinión pública, o bien la cólera del ocupante. Pero se hace mostrar una moneda, pregunta de quién es la imagen que lleva esa moneda, y cuando se le responde “de César”, emite esta sentencia célebre: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Ahora bien, somos “a imagen de Dios”, de alguna manera su efigie. Por lo tanto, debemos darnos a Dios íntegramente. El desconocimiento de esta obligación, por lo demás deliciosa, es el origen de todos los males. Damos lo menos posible a Dios, y hacemos de nuestra propia persona el César.
— De ello se deduce, si somos una efigie, que nuestro “original” está en Dios. Es en Él, y únicamente en Él, donde encontraremos un día nuestra identidad: será el “nombre nuevo” del que habla el Apocalipsis. Será luz y nos definirá plenamente en nuestra irreemplazable singularidad. Es inútil buscar en otra parte. Nadie, si no es Dios, podrá decirnos jamás quiénes somos.
— Del hecho de que somos a “imagen y semejanza” se sigue asimismo que existe en nosotros una aptitud para lo infinito que nada podrá jamás satisfacer, aun cuando se volcara en nosotros la tierra entera y la masa de las estrellas. Esta aptitud es lo que llamamos el “espíritu”, el cual no tiene otro interlocutor válido que Dios, y que no puede menos que negar todo lo que no es él.
Todo el drama de nuestra condición está incluido en esos cortos versículos del Génesis que nos enseñan que fuimos creados “a la imagen” de nuestro creador, y sacados por él del polvo.
Explican ese deseo de superación que hay en nosotros, y que tiene tanta dificultad para mover la masa de polvo que somos; la íntima escisión en la que vivimos todos los días entre nuestros impulsos y nuestras caídas, esa luz invisible que nos atrae y esa arcilla que nos retiene, ese debate permanente que nos agita entre un absoluto en el que no podemos dejar de creer, y esa mediocridad mal resignada que se consuela cocinándose pequeños platos culturales, ese combate recomenzado sin cesar dentro de nosotros entre el ser y la nada, la esperanza y la desesperanza, al cual intentamos poner un término por medio de una paz hecha de compromisos, que, en realidad, comprometen todo, de contradicciones que terminan generalmente por cavar bajo nuestros ojos un abismo desalentador entre la alegría que nos está prometida, y el sufrimiento que está aquí.
— Ser “a imagen de Dios” no es un asunto de configuración, ni siquiera de inteligencia o de voluntad. No parece, incluso, estar en relación con una u otra de las facultades que resultan de nuestra organización fisiológica, y que se vuelve a encontrar entre los animales, en un grado muy menor, es cierto, pero ya perceptible. Hay que buscar más adelante una característica que no se encuentra en ninguna parte fuera del ser humano, y esa característica, única en la naturaleza, es esta asombrosa, esta milagrosa aptitud para la caridad, que nos hace capaces de amar con desinterés, con un amor que no sea dictado ni por la sangre, ni por el instinto, ni por ninguna especie de deseo de apropiación, un amor hecho de desprendimiento que se enriquece con todo lo que da, que no vive para sí, sino para el otro y lo hace existir. He ahí la imagen, he ahí la semejanza con Dios, amor sin límites ni reservas, eternamente renovado por su propia efusión.
Va —casi— de suyo, que esta semejanza incluye la libertad, pues ¿qué sería un amor necesario sino una servidumbre? La libertad no es un valor agregado a nuestro equipo moral, hipótesis que conduce al callejón sin salida metafísico del “libre albedrío”, el que ya dio bastante quehacer a los filósofos, cuando había todavía filósofos, y éstos no se alimentaban exclusivamente de cascaras de vocabulario. La libertad es para el amor, del que es indisociable, lo que las notas son para la música. Su primera manifestación conocida es el “pecado original”, cuya doctrina está desgraciadamente abandonada por los pensadores cristianos, quienes se creen, no sé por qué, obligados a casarse con las ideas de su siglo cada vez que éste acaba de divorciarse de la Iglesia. Se nos dice que el pecado original es una parábola, un mito, un cuento espiritual. Poco nos importa. De todos modos, todo viene del espíritu, incluida la materia, y los cristianos deberían saber eso, que cantan en el Credo, “El Espíritu que es Señor y que da la vida”. Además, el relato del Génesis es para nosotros la más extraordinaria condensación de verdades en imágenes que se puede encontrar en la Biblia hasta el Evangelio, y lo tomamos —con gratitud— tal como Dios nos lo ofrece.
Al haber caído la doctrina del pecado original en las mazmorras de la conciencia religiosa con el pecado a secas, que nos recuerda su existencia con una voz cada vez más débil, quizá sea bueno resumir la historia de aquel momento fatal. Digamos de inmediato y ante todo que somos perfectamente indiferentes al género literario del relato, y que nos inquietamos muy poco por su carácter simbólico, alegórico, histórico o fabuloso, así como por la fecha en que fue escrito, y sobre qué clase de material, cera, papiro o piel de cabra. Lo que nos atrae es la verdad divina que contiene, y que pasa a través de las imágenes que hay que guardarse de destruir si no se quiere hacer que aquélla huya.
Por lo tanto, Adán y Eva (perdonen esta digresión suplementaria, pero la hipótesis de una pareja humana original no es ya totalmente rechazada por los científicos) son colocados en un jardín exquisito, del que algunos de nosotros guardamos una vaga nostalgia en un recoveco de nuestra vida interior, mientras los otros refieren delicias idénticas al mundo mejor que se proponen construir. Adán y Eva son entonces muy santos, viven en una dimensión temporal que no es la nuestra, pues está todavía más próxima a la eternidad, y en un estado de apatía o de espera bastante perceptible en el relato, sin duda a causa de la ausencia de diálogo: antes del pecado solamente habla Dios, Adán y Eva no contestan. Pueden comer los frutos de todos los árboles del jardín, excepto el del “conocimiento del bien y del mal”. Pues Dios dijo “si coméis de él moriréis”. No es una amenaza, es una advertencia. Este árbol del conocimiento es el primer árbol de la libertad. Adán y Eva eran libres de “abstenerse” por amor a Dios, y, en ese caso, este mundo habría sido otro mundo; eran libres de desentenderse de la prohibición y es lo que hicieron por instigación de la serpiente, ese contrahecho trazo de la naturaleza, ese signo de sustracción, esa ilusión ondulada y huidiza que no se expresa más que con el cuchicheo de la cólera silbante. Ellos adquirieron por medio del “conocimiento del bien y del mal” una autonomía moral que tuvo por efecto separarlos de Dios, y someterlos al orden natural de las cosas, a ese tiempo que no respetará su polvo y hará de ellos ese ser fugaz cuyos “días pasan como la hierba”.
Tal fue esa falta original en la que se vio un triple pecado, “de concupiscencia, de desobediencia y de orgullo”. Se me perdonará el no encontrar adecuadas esas imputaciones. La concupiscencia se refiere principalmente al placer sensual, que está ligado a la unión de los seres, y no se puede imaginar al creador condenando la carne inmediatamente después de haber invitado a sus criaturas a crecer y multiplicarse. Se insistió tanto sobre esta “concupiscencia” que se terminó con el correr de los tiempos por asimilar el pecado original al “pecado de la carne” y únicamente a éste. La “desobediencia” recuerda la vida militar, y requiere la sala de policía, más bien que esta pena inextinguible extendida a todas las guarniciones hasta el fin de los tiempos. En cuanto al “orgullo” no parece dar una información exacta del estado de ánimo de los culpables, en los que es creíble ver más curiosidad que suficiencia; su actitud no es la del desafío.
Sin duda, es necesario buscar más lejos, quizá aquel día el ser humano se haya elegido a sí mismo, usando de su libertad contra el amor y haciendo, de algún modo, mentir a la imagen de Dios que hay en él que está visto que es.una pura disposición a la caridad. Fue entonces cuando perdió la luz con la cual la presencia de Dios lo revestía: “Vieron —dice la Biblia— que estaban desnudos”, es decir reducidos a su arcilla. De ese modo nació esa conciencia de sí como solidificada en ese “yo” del cual nos es tan difícil salir para ir hacia el otro, los otros, y Dios; en consecuencia se convierten en eso que llamamos “personas” y es efectivamente en ese momento cuando el diálogo comienza en el texto. Ese pecado del espíritu contra el espíritu provoca la desaparición de Dios, y el oscurecimiento de su imagen en nosotros.
Adán y Eva no son, por lo tanto, ni corrompidos, ni viciados en su ser. Privados de la presencia inmediata de Dios, son entregados a las causas segundas de un universo inconcluso, pues el pecado original interrumpió la obra divina: “Dios vio que era bueno” dice el Génesis, y no “Dios vio que era perfecto”, puesto que le quedaba a Adán el llenar y dominar la tierra.
Pero —y he aquí el milagro del genio divino— es de nuestra misma imperfección que nacerá la caridad, que no existiría en la historia de un mundo perfecto y predeterminado para el bien. La caridad, que es algo que no se encuentra más que en el ser humano, y no se encuentra jamás en la naturaleza, pasa por nuestras diferencias y nuestras desigualdades, entre el que tiene y el que no tiene, entre el más y el menos, el enfermo y el sano, el prisionero y su visitante, surge en la piedad de una mirada, arde en los corazones sensibles a la pena de los otros, vibra en la compasión, su nota más profunda, surge del remordimiento, disipa las sombras en la ráfaga de alegría del perdón, y aparece, misteriosa y perfectamente legible, en la sonrisa de todo niño, con la cual éste dice, incluso cuando todavía es incapaz de hablar, que tiene en sí el deseo de amar y ser amado. La conciencia de su condición inconclusa mantiene al ser humano abierto del lado del infinito, y las pruebas a las que lo somete el desorden del mundo o de su propia vida le impiden encerrarse en sí mismo. Es en ese sentido, según creo, que se puede decir que Dios sacó del mal que significó el pecado, ese mayor bien: la facultad de regenerarnos en el amor. Este, desde la salida del jardín del Edén, llamaba a Jesucristo, quien, adoptando nuestra condición, era el único que podía devolver su limpidez a la imagen de Dios que hay en nosotros, y hacer que seamos aptos para ese intercambio de identidad entre Dios y su criatura, lo que constituye la coronación de la vida cristiana.
En cuanto a las pruebas del pecado original, son superfinas. Basta con mirarnos por la mañana en ayunas en un espejo para darnos cuenta de que hay algo, indudablemente, que anduvo mal en el mundo. Ese “pecado original” lo cometemos cada vez que nuestro egoísmo rechaza lo que podría costarle, e incluso lo que no le costaría absolutamente nada: el “pecado original” podría llamarse el pecado inicial, pues es la raíz de todos los otros. Pero Dios es Dios, y, por empeñados que estemos en degradarlo, pienso, creo, espero, por el amor de su belleza, que no dejará perder ninguna de sus imágenes.
Por otra parte, la idea de un pecado inicial, que habría corrompido a la vez al hombre y a la tierra entera, y cuyos efectos desastrosos se habrían prolongado de edad en edad, a través de innumerables generaciones de inocentes, es contraria a la justicia y a las enseñanzas de las Iglesias sobre la misericordia divina. En esa hipótesis de la caída original, no se comprende tampoco cómo y por qué ese Dios cuya exquisita dulzura cantan sin cesar, persiga hasta el calvario el reembolso de la deuda moral contraída por la humanidad a su favor.
En resumen, desde todos los puntos de vista, la doctrina del pecado original es absurda y se comprende sin dificultad que la teología moderna haya renunciado a desarrollarla”.
Sin embargo, o bien la inteligencia parte de lo que se acaba de llamar el absurdo, o va al absurdo. O bien acepta la revelación contenida en el Génesis, y la historia adquiere un sentido, o bien rechaza ese punto de partida, y después de haber errado más o menos largo tiempo, se choca con la absurdidad de un mundo sin causa, sin destino, que se elabora sin motivo en virtud de un azar, se corrige por sí mismo a tientas, sordo al interminable gemido de la inocencia y consagrado a la noche. La “absurdidad” del pecado original abre las puertas a una inmensa esperanza, la absurdidad del azar y de la necesidad, o de cualquier otro intento de explicación del mundo que prescinde de Dios, es total, definitiva y sin remedio. Deja a la conciencia humana sola consigo misma, y con la muerte.
El carácter inspirado de la Biblia es algo que no me permite elección, por lo tanto considero que en el Génesis Dios me da la versión de los hechos: ¿cómo podría no aceptarla? Me doy cuenta, por otra parte, inmediatamente, de que contiene absolutamente todo lo que importa saber sobre la condición humana, en un lenguaje delicadamente acomodado a mi debilidad. Cuando Dios me dice “Adán y Eva”, yo pienso “Adán y Eva”, pues la fe consiste en aprender a pensar como Dios. Quizá, para él, no haya existido más que “Adán y Eva”, repetidos en 80 mil millones de ejemplares desde el principio de los tiempos, lo cual es poco comparado con el número de estrellas. No veo el interés que pueda haber en mezclar a un mono en aquella historia; señalo, de paso, que la fórmula “el hombre desciende del mono”, que data del siglo XIX, es del biólogo Haeckel, y que es considerada actualmente inoportuna e inadecuada, aunque sea todavía reverenciada como un dogma por una cantidad de personas que le encuentran la doble ventaja de sustraerlas a lo divino y de darles el tipo de satisfacción que correspondería al de un self-made man, “que empezó de nada”.
Pero quizá es oportuno citar algunos pasajes de ese libro sin igual. Génesis I, 26: “Después Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza”; I, 27: “Y Dios creó al hombre a su imagen, lo creó a la imagen de Dios, lo creó hombre y mujer”.
Estas pocas líneas coinciden maravillosamente con el espíritu de contradicción judío, cuya fuente quizá se encuentra en ellas, y que ve en el hombre una imagen de Dios, mientras que los pueblos paganos hacían más bien dioses a imagen del hombre o de algún otro animal más o menos sedoso. Dichas líneas entrañan bastantes consecuencias, entre las que resulta difícil decidirse a elegir. Por el momento, nos quedaremos con cinco de ellas:
— Es paradójico que la religión más intratable respecto a la inaccesible grandeza de Dios, cuyo nombre incluso teme pronunciar, haya sido también la única en proponer una “semejanza” entre el hombre y su creador. Ningún genio humano se habría atrevido a semejante aserto, de modo que está permitido e incluso indicado considerarlo como una revelación.
— Ese pasaje del Génesis se puede comparar con el episodio evangélico del tributo al César: personajes malevolentes preguntan a Cristo si los judíos deben pagar el tributo. Cualquier cosa que responda, afirmativa o negativa, se atrae, o bien el desprecio de la opinión pública, o bien la cólera del ocupante. Pero se hace mostrar una moneda, pregunta de quién es la imagen que lleva esa moneda, y cuando se le responde “de César”, emite esta sentencia célebre: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Ahora bien, somos “a imagen de Dios”, de alguna manera su efigie. Por lo tanto, debemos darnos a Dios íntegramente. El desconocimiento de esta obligación, por lo demás deliciosa, es el origen de todos los males. Damos lo menos posible a Dios, y hacemos de nuestra propia persona el César.
— De ello se deduce, si somos una efigie, que nuestro “original” está en Dios. Es en Él, y únicamente en Él, donde encontraremos un día nuestra identidad: será el “nombre nuevo” del que habla el Apocalipsis. Será luz y nos definirá plenamente en nuestra irreemplazable singularidad. Es inútil buscar en otra parte. Nadie, si no es Dios, podrá decirnos jamás quiénes somos.
— Del hecho de que somos a “imagen y semejanza” se sigue asimismo que existe en nosotros una aptitud para lo infinito que nada podrá jamás satisfacer, aun cuando se volcara en nosotros la tierra entera y la masa de las estrellas. Esta aptitud es lo que llamamos el “espíritu”, el cual no tiene otro interlocutor válido que Dios, y que no puede menos que negar todo lo que no es él.
Todo el drama de nuestra condición está incluido en esos cortos versículos del Génesis que nos enseñan que fuimos creados “a la imagen” de nuestro creador, y sacados por él del polvo.
Explican ese deseo de superación que hay en nosotros, y que tiene tanta dificultad para mover la masa de polvo que somos; la íntima escisión en la que vivimos todos los días entre nuestros impulsos y nuestras caídas, esa luz invisible que nos atrae y esa arcilla que nos retiene, ese debate permanente que nos agita entre un absoluto en el que no podemos dejar de creer, y esa mediocridad mal resignada que se consuela cocinándose pequeños platos culturales, ese combate recomenzado sin cesar dentro de nosotros entre el ser y la nada, la esperanza y la desesperanza, al cual intentamos poner un término por medio de una paz hecha de compromisos, que, en realidad, comprometen todo, de contradicciones que terminan generalmente por cavar bajo nuestros ojos un abismo desalentador entre la alegría que nos está prometida, y el sufrimiento que está aquí.
— Ser “a imagen de Dios” no es un asunto de configuración, ni siquiera de inteligencia o de voluntad. No parece, incluso, estar en relación con una u otra de las facultades que resultan de nuestra organización fisiológica, y que se vuelve a encontrar entre los animales, en un grado muy menor, es cierto, pero ya perceptible. Hay que buscar más adelante una característica que no se encuentra en ninguna parte fuera del ser humano, y esa característica, única en la naturaleza, es esta asombrosa, esta milagrosa aptitud para la caridad, que nos hace capaces de amar con desinterés, con un amor que no sea dictado ni por la sangre, ni por el instinto, ni por ninguna especie de deseo de apropiación, un amor hecho de desprendimiento que se enriquece con todo lo que da, que no vive para sí, sino para el otro y lo hace existir. He ahí la imagen, he ahí la semejanza con Dios, amor sin límites ni reservas, eternamente renovado por su propia efusión.
Va —casi— de suyo, que esta semejanza incluye la libertad, pues ¿qué sería un amor necesario sino una servidumbre? La libertad no es un valor agregado a nuestro equipo moral, hipótesis que conduce al callejón sin salida metafísico del “libre albedrío”, el que ya dio bastante quehacer a los filósofos, cuando había todavía filósofos, y éstos no se alimentaban exclusivamente de cascaras de vocabulario. La libertad es para el amor, del que es indisociable, lo que las notas son para la música. Su primera manifestación conocida es el “pecado original”, cuya doctrina está desgraciadamente abandonada por los pensadores cristianos, quienes se creen, no sé por qué, obligados a casarse con las ideas de su siglo cada vez que éste acaba de divorciarse de la Iglesia. Se nos dice que el pecado original es una parábola, un mito, un cuento espiritual. Poco nos importa. De todos modos, todo viene del espíritu, incluida la materia, y los cristianos deberían saber eso, que cantan en el Credo, “El Espíritu que es Señor y que da la vida”. Además, el relato del Génesis es para nosotros la más extraordinaria condensación de verdades en imágenes que se puede encontrar en la Biblia hasta el Evangelio, y lo tomamos —con gratitud— tal como Dios nos lo ofrece.
Al haber caído la doctrina del pecado original en las mazmorras de la conciencia religiosa con el pecado a secas, que nos recuerda su existencia con una voz cada vez más débil, quizá sea bueno resumir la historia de aquel momento fatal. Digamos de inmediato y ante todo que somos perfectamente indiferentes al género literario del relato, y que nos inquietamos muy poco por su carácter simbólico, alegórico, histórico o fabuloso, así como por la fecha en que fue escrito, y sobre qué clase de material, cera, papiro o piel de cabra. Lo que nos atrae es la verdad divina que contiene, y que pasa a través de las imágenes que hay que guardarse de destruir si no se quiere hacer que aquélla huya.
Por lo tanto, Adán y Eva (perdonen esta digresión suplementaria, pero la hipótesis de una pareja humana original no es ya totalmente rechazada por los científicos) son colocados en un jardín exquisito, del que algunos de nosotros guardamos una vaga nostalgia en un recoveco de nuestra vida interior, mientras los otros refieren delicias idénticas al mundo mejor que se proponen construir. Adán y Eva son entonces muy santos, viven en una dimensión temporal que no es la nuestra, pues está todavía más próxima a la eternidad, y en un estado de apatía o de espera bastante perceptible en el relato, sin duda a causa de la ausencia de diálogo: antes del pecado solamente habla Dios, Adán y Eva no contestan. Pueden comer los frutos de todos los árboles del jardín, excepto el del “conocimiento del bien y del mal”. Pues Dios dijo “si coméis de él moriréis”. No es una amenaza, es una advertencia. Este árbol del conocimiento es el primer árbol de la libertad. Adán y Eva eran libres de “abstenerse” por amor a Dios, y, en ese caso, este mundo habría sido otro mundo; eran libres de desentenderse de la prohibición y es lo que hicieron por instigación de la serpiente, ese contrahecho trazo de la naturaleza, ese signo de sustracción, esa ilusión ondulada y huidiza que no se expresa más que con el cuchicheo de la cólera silbante. Ellos adquirieron por medio del “conocimiento del bien y del mal” una autonomía moral que tuvo por efecto separarlos de Dios, y someterlos al orden natural de las cosas, a ese tiempo que no respetará su polvo y hará de ellos ese ser fugaz cuyos “días pasan como la hierba”.
Tal fue esa falta original en la que se vio un triple pecado, “de concupiscencia, de desobediencia y de orgullo”. Se me perdonará el no encontrar adecuadas esas imputaciones. La concupiscencia se refiere principalmente al placer sensual, que está ligado a la unión de los seres, y no se puede imaginar al creador condenando la carne inmediatamente después de haber invitado a sus criaturas a crecer y multiplicarse. Se insistió tanto sobre esta “concupiscencia” que se terminó con el correr de los tiempos por asimilar el pecado original al “pecado de la carne” y únicamente a éste. La “desobediencia” recuerda la vida militar, y requiere la sala de policía, más bien que esta pena inextinguible extendida a todas las guarniciones hasta el fin de los tiempos. En cuanto al “orgullo” no parece dar una información exacta del estado de ánimo de los culpables, en los que es creíble ver más curiosidad que suficiencia; su actitud no es la del desafío.
Sin duda, es necesario buscar más lejos, quizá aquel día el ser humano se haya elegido a sí mismo, usando de su libertad contra el amor y haciendo, de algún modo, mentir a la imagen de Dios que hay en él que está visto que es.una pura disposición a la caridad. Fue entonces cuando perdió la luz con la cual la presencia de Dios lo revestía: “Vieron —dice la Biblia— que estaban desnudos”, es decir reducidos a su arcilla. De ese modo nació esa conciencia de sí como solidificada en ese “yo” del cual nos es tan difícil salir para ir hacia el otro, los otros, y Dios; en consecuencia se convierten en eso que llamamos “personas” y es efectivamente en ese momento cuando el diálogo comienza en el texto. Ese pecado del espíritu contra el espíritu provoca la desaparición de Dios, y el oscurecimiento de su imagen en nosotros.
Adán y Eva no son, por lo tanto, ni corrompidos, ni viciados en su ser. Privados de la presencia inmediata de Dios, son entregados a las causas segundas de un universo inconcluso, pues el pecado original interrumpió la obra divina: “Dios vio que era bueno” dice el Génesis, y no “Dios vio que era perfecto”, puesto que le quedaba a Adán el llenar y dominar la tierra.
Pero —y he aquí el milagro del genio divino— es de nuestra misma imperfección que nacerá la caridad, que no existiría en la historia de un mundo perfecto y predeterminado para el bien. La caridad, que es algo que no se encuentra más que en el ser humano, y no se encuentra jamás en la naturaleza, pasa por nuestras diferencias y nuestras desigualdades, entre el que tiene y el que no tiene, entre el más y el menos, el enfermo y el sano, el prisionero y su visitante, surge en la piedad de una mirada, arde en los corazones sensibles a la pena de los otros, vibra en la compasión, su nota más profunda, surge del remordimiento, disipa las sombras en la ráfaga de alegría del perdón, y aparece, misteriosa y perfectamente legible, en la sonrisa de todo niño, con la cual éste dice, incluso cuando todavía es incapaz de hablar, que tiene en sí el deseo de amar y ser amado. La conciencia de su condición inconclusa mantiene al ser humano abierto del lado del infinito, y las pruebas a las que lo somete el desorden del mundo o de su propia vida le impiden encerrarse en sí mismo. Es en ese sentido, según creo, que se puede decir que Dios sacó del mal que significó el pecado, ese mayor bien: la facultad de regenerarnos en el amor. Este, desde la salida del jardín del Edén, llamaba a Jesucristo, quien, adoptando nuestra condición, era el único que podía devolver su limpidez a la imagen de Dios que hay en nosotros, y hacer que seamos aptos para ese intercambio de identidad entre Dios y su criatura, lo que constituye la coronación de la vida cristiana.
En cuanto a las pruebas del pecado original, son superfinas. Basta con mirarnos por la mañana en ayunas en un espejo para darnos cuenta de que hay algo, indudablemente, que anduvo mal en el mundo. Ese “pecado original” lo cometemos cada vez que nuestro egoísmo rechaza lo que podría costarle, e incluso lo que no le costaría absolutamente nada: el “pecado original” podría llamarse el pecado inicial, pues es la raíz de todos los otros. Pero Dios es Dios, y, por empeñados que estemos en degradarlo, pienso, creo, espero, por el amor de su belleza, que no dejará perder ninguna de sus imágenes.
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