¿El conocimiento es un mal?
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“La religión desconfió siempre del conocimiento, como se puede comprobar
en el relato del Génesis del que se trata más adelante, donde se ve que
les está prohibido a Adán y a Eva tocar ‘el árbol del conocimiento’. El
tratamiento reservado a los sabios humanistas del Renacimiento demostró
esta aseveración fundamental. Pascal, mente científica, ¿no decía por
otra parte a aquellos de su tiempo que buscaban la fe: ‘animalícense’?
El veía claramente que era imposible conciliar el saber con la
religión”.
Sin embargo, el primero, el más alto y el más bello de todos los conocimientos es el conocimiento de Dios.
La Biblia habla precisamente del “conocimiento del bien y del mal”. Este, según la serpiente tentadora, debía hacernos semejantes “a dioses”. Se trata menos de un conocimiento que de un poder, el de definir soberanamente el bien y el mal absolutos. Creerse en condiciones de hacerlo es una ilusión mortífera, la historia de las ideologías no deja ninguna duda al respecto: no hicieron “dioses” sino esclavos que tienen todas las dificultades del mundo para liberarse de sus cadenas, justamente con la ayuda de la religión.
Las disensiones del humanismo y de la gente de Iglesia provenían de la propensión de esta última a gobernar todas las actividades de la inteligencia, incluidas aquellas en las que carecía de competencia. Se corrigieron tan bien de ese error que un buen número de personas no se atreve ya siquiera a pronunciarse en su propio terreno.
La religión jamás fue enemiga del conocimiento. Le pide simplemente no reducirse a los datos de lo sensible.
En cuanto al consejo de Pascal, éste se dirigía a personas que no habrían tenido necesidad de oírlo para ponerlo en práctica.
Montañas de cadáveres y ríos de lágrimas testimonian que el hombre es incapaz de determinar por sí solo el bien y el mal. La Biblia se lo grita desde el fondo de las edades, con pruebas claras, pero él no la escucha o desdeña sus advertencias: “lindas fábulas, dice, piadosa imaginería”, y vuelve a sus sueños, y a sus hecatombes.
Sin embargo, el primero, el más alto y el más bello de todos los conocimientos es el conocimiento de Dios.
La Biblia habla precisamente del “conocimiento del bien y del mal”. Este, según la serpiente tentadora, debía hacernos semejantes “a dioses”. Se trata menos de un conocimiento que de un poder, el de definir soberanamente el bien y el mal absolutos. Creerse en condiciones de hacerlo es una ilusión mortífera, la historia de las ideologías no deja ninguna duda al respecto: no hicieron “dioses” sino esclavos que tienen todas las dificultades del mundo para liberarse de sus cadenas, justamente con la ayuda de la religión.
Las disensiones del humanismo y de la gente de Iglesia provenían de la propensión de esta última a gobernar todas las actividades de la inteligencia, incluidas aquellas en las que carecía de competencia. Se corrigieron tan bien de ese error que un buen número de personas no se atreve ya siquiera a pronunciarse en su propio terreno.
La religión jamás fue enemiga del conocimiento. Le pide simplemente no reducirse a los datos de lo sensible.
En cuanto al consejo de Pascal, éste se dirigía a personas que no habrían tenido necesidad de oírlo para ponerlo en práctica.
Montañas de cadáveres y ríos de lágrimas testimonian que el hombre es incapaz de determinar por sí solo el bien y el mal. La Biblia se lo grita desde el fondo de las edades, con pruebas claras, pero él no la escucha o desdeña sus advertencias: “lindas fábulas, dice, piadosa imaginería”, y vuelve a sus sueños, y a sus hecatombes.
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