María, madre vestida de sol
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Del libro del Apocalipsis
Una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida de sol, la luna bajo los pies y en la cabeza una corona de doce estrellas. Estaba encinta y gritaba de dolor en el trance del parto. Apareció otra señal en el cielo: un dragón rojo enorme, con siete cabezas y diez cuernos y siete turbantes en las cabezas. Con la cola arrastraba la tercera parte de los astros del cielo y los arrojaba a la tierra. El dragón estaba frente a la mujer que iba dar a luz, dispuesto a devorar la criatura en cuanto naciera. Dio a luz a un hijo varón, que ha de apacentar a todas las naciones con vara de hierro. El hijo fue arrebatado hacia Dios y hacia su trono. La mujer huyó al desierto, donde tenía un lugar reparado por Dios para sustentarla mil doscientos sesenta días.
(Apocalipsis 12,1-6)
En el centro de esta escena aparece una figura gloriosa: una mujer envuelta por la luz del sol como lo es Dios mismo, suspendida sobre la luna, coronada por una entera constelación. Numerosas han sido las identificaciones imaginadas durante siglos en torno a este personaje femenino, pero la más clásica ha sido la que ofrece la tradición: es María que está pariendo a Cristo. En realidad, aun teniendo por referencia a la Madre del Mesías, es más probable que el Apocalipsis piense o en el Israel fiel del cual proviene Cristo o en a Iglesia misma, en cuyo interior nace Cristo continuamente, a través de la palabra y la eucaristía.
Imprevistamente, la dulce escena del parto es lacerada por la irrupción terrorífica. He aquí el gran monstruo* primordial contra el cual Dios ha combatido en la Creación: el dragón es símbolo del mal, de lo demoníaco; su color es el rojo sangre, porque nos remite a la violencia, la opresión, las batallas. Pero la bestia encarna también otro significado. Con sus siete cabezas, sus siete cuernos, signo de poder orgulloso, con sus siete coronas representa la brutalidad del poder, es especial del poder imperial romano. La acción del dragón es sacrilega, es un desafío al Cielo: su cola potente, de hecho, abate las estrellas del cielo, lugar divino. Quizá se alude a los fieles arrancados de su comunión con Dios por las impresiones satánicas; otros piensan en la apostasía de los ángeles rebeldes. Es cierto que Juan atribuye a Satanás un poder sobrenatural.
El relato tiene su culminación precisamente en el conflicto que se abre entre el dragón demoníaco y la mujer con el hijo recién nacido. El enfrentamiento entre el Bien y el Mal es abierto. Frente al acoso del dragón, la mujer huye al desierto. El suyo es una especie de nuevo éxodo, en el cual el desierto es lugar de intimidad y protección divinas: como Israel había sido protegido de serpientes, enemigos, hambre y sed por su Señor, así ahora la mujer es defendida por Dios, y como Israel había sido alimentado de maná, así ahora la Iglesia tiene por sostén la eucaristía.
La interpretación mariológica del pasaje comenzará a prevalecer en el siglo XII. En ella se inspiran las famosas “Inmaculadas”, estatuas o pinturas que triunfarán en la iconografía mariana. A los pies de la Virgen se agregará la serpiente del Génesis, identificada con el dragón del Apocalipsis. Esta se enrosca sobre el globo terrestre que sostiene la medialuna sobre la cual descuella María, radiante de luz, con el Niño en un brazo. Ella es iluminada por los rayos de un sol oculto a sus espaldas, símbolo divino y me-siánico, mientras las doce estrellas que salen de la aureola o corona encarnan las doce tribus de Israel y los Apóstoles.
ORACIÓN
Yo te saludo, Virgen bendita, que has vencido al mal, esposa del Altísimo y madre del dulce Cordero; tú reinas en los cielos y salvas la tierra.
Hacia ti tienden los hombres mientras los demonios te temen. Eres la reina de los ángeles, la esperanza en el Dios de los siglos, lugar de reposo del Rey y asiento de la divinidad.
Eres la estrella que brilla en Oriente y disipa las tinieblas de Occidente, la aurora que anuncia el sol y el día que no conoce noche.
Tú has generado a aquel que nos genera; con fe como una madre que cumple su deber, reconcilias a los hombres con Dios.
Texto de Pedro El Venerable, Abad de Cluny, mueerto en 1156
María, mujer vestida de sol, ¡ruega por nosotros!
Una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida de sol, la luna bajo los pies y en la cabeza una corona de doce estrellas. Estaba encinta y gritaba de dolor en el trance del parto. Apareció otra señal en el cielo: un dragón rojo enorme, con siete cabezas y diez cuernos y siete turbantes en las cabezas. Con la cola arrastraba la tercera parte de los astros del cielo y los arrojaba a la tierra. El dragón estaba frente a la mujer que iba dar a luz, dispuesto a devorar la criatura en cuanto naciera. Dio a luz a un hijo varón, que ha de apacentar a todas las naciones con vara de hierro. El hijo fue arrebatado hacia Dios y hacia su trono. La mujer huyó al desierto, donde tenía un lugar reparado por Dios para sustentarla mil doscientos sesenta días.
(Apocalipsis 12,1-6)
En el centro de esta escena aparece una figura gloriosa: una mujer envuelta por la luz del sol como lo es Dios mismo, suspendida sobre la luna, coronada por una entera constelación. Numerosas han sido las identificaciones imaginadas durante siglos en torno a este personaje femenino, pero la más clásica ha sido la que ofrece la tradición: es María que está pariendo a Cristo. En realidad, aun teniendo por referencia a la Madre del Mesías, es más probable que el Apocalipsis piense o en el Israel fiel del cual proviene Cristo o en a Iglesia misma, en cuyo interior nace Cristo continuamente, a través de la palabra y la eucaristía.
Imprevistamente, la dulce escena del parto es lacerada por la irrupción terrorífica. He aquí el gran monstruo* primordial contra el cual Dios ha combatido en la Creación: el dragón es símbolo del mal, de lo demoníaco; su color es el rojo sangre, porque nos remite a la violencia, la opresión, las batallas. Pero la bestia encarna también otro significado. Con sus siete cabezas, sus siete cuernos, signo de poder orgulloso, con sus siete coronas representa la brutalidad del poder, es especial del poder imperial romano. La acción del dragón es sacrilega, es un desafío al Cielo: su cola potente, de hecho, abate las estrellas del cielo, lugar divino. Quizá se alude a los fieles arrancados de su comunión con Dios por las impresiones satánicas; otros piensan en la apostasía de los ángeles rebeldes. Es cierto que Juan atribuye a Satanás un poder sobrenatural.
El relato tiene su culminación precisamente en el conflicto que se abre entre el dragón demoníaco y la mujer con el hijo recién nacido. El enfrentamiento entre el Bien y el Mal es abierto. Frente al acoso del dragón, la mujer huye al desierto. El suyo es una especie de nuevo éxodo, en el cual el desierto es lugar de intimidad y protección divinas: como Israel había sido protegido de serpientes, enemigos, hambre y sed por su Señor, así ahora la mujer es defendida por Dios, y como Israel había sido alimentado de maná, así ahora la Iglesia tiene por sostén la eucaristía.
La interpretación mariológica del pasaje comenzará a prevalecer en el siglo XII. En ella se inspiran las famosas “Inmaculadas”, estatuas o pinturas que triunfarán en la iconografía mariana. A los pies de la Virgen se agregará la serpiente del Génesis, identificada con el dragón del Apocalipsis. Esta se enrosca sobre el globo terrestre que sostiene la medialuna sobre la cual descuella María, radiante de luz, con el Niño en un brazo. Ella es iluminada por los rayos de un sol oculto a sus espaldas, símbolo divino y me-siánico, mientras las doce estrellas que salen de la aureola o corona encarnan las doce tribus de Israel y los Apóstoles.
ORACIÓN
Yo te saludo, Virgen bendita, que has vencido al mal, esposa del Altísimo y madre del dulce Cordero; tú reinas en los cielos y salvas la tierra.
Hacia ti tienden los hombres mientras los demonios te temen. Eres la reina de los ángeles, la esperanza en el Dios de los siglos, lugar de reposo del Rey y asiento de la divinidad.
Eres la estrella que brilla en Oriente y disipa las tinieblas de Occidente, la aurora que anuncia el sol y el día que no conoce noche.
Tú has generado a aquel que nos genera; con fe como una madre que cumple su deber, reconcilias a los hombres con Dios.
Texto de Pedro El Venerable, Abad de Cluny, mueerto en 1156
María, mujer vestida de sol, ¡ruega por nosotros!
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