La Fundación de la iglesia y su desarrollo en los tres primeros siglos

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Desde el punto de vista de la teología, la Iglesia fue fundada el primer viernes santo, en el que Cristo con su muerte en la cruz dio cima y remate a su obra de redención. Extinguióse el Viejo Testamento, o sea, el tiempo de la preparación, y se inició el nuevo orden salvífico.

 Sin embargo, atendiendo a consideraciones puramente históricas, puede afirmarse que la fundación de la Iglesia no se hizo de golpe, sino paso a paso. El proceso fundacional empieza ya cuando Cristo llamó a los apóstoles, prosigue con la designación de Pedro como piedra fundamental de la Iglesia, con la instauración de los sacramentos, y llega a su consumación cuando los após­toles, después de la resurrección, empiezan a poner en obra los mandatos del Maestro.

No debe esto entenderse en el sentido de que la idea de la Iglesia sufriera una evolución paulatina; tal cosa ocurre con los fundadores de religiones puramente humanos, que trabajan incansablemente en la elaboración de sus ideas y son empujados por las circunstancias ora en ésta, ora en aquella dirección, para llegar al fin a un resultado en el que poco o nada subsiste de la concepción primitiva. Nada semejante puede advertirse en Cristo.

 Su plan para el establecimiento del reino de Dios en la tierra estaba desde el primer momento concluso y bien determinado, y cada uno de los pasos a que hemos aludido contribuyó a darle realidad.

No es incumbencia de una historia eclesiástica narrar la vida de Jesús dando una descripción de su personalidad histórica o una exposición de su doctrina.

Es verdad que la vida y la doctrina de Jesús entran a formar parte de la historia de la Iglesia; más aún, para la recta inteligencia de tal historia, es absolutamente indispensable un conocimiento a fondo de los Evangelios. Pero tal conocimiento podemos darlo por supuesto, como común posesión de todas las personas cultas.
Jesús no asignó a su reino de Dios ningún centro de culto determinado espacialmente, como el que la religión judía poseía primero en el tabernáculo y luego en el templo.

 En cambio, desde el primer momento cuidó de echar los cimientos para la futura organización de su Iglesia. No pertenecían a esta organización las piadosas mujeres de Galilea, que facilitaban los medios de subsistencia a Jesús y a los suyos, como tampoco los amigos acomodados de las distintas localidades, en cuyas casas sabía que en todo tiempo sería recibido hospitalariamente.

 En cambio, los setenta y dos discípulos eran auxiliares designados ex profeso por Jesús. Venían a ser, por así decir, los hombres de confianza con que Jesús contaba en los distintos lugares, y en los viajes del Maestro eran enviados por delante a la ciudad cercana para preparar su visita.
Una clase especial, y la más alta, era la constituida por los Doce, también elegidos, es decir, nombrados por Jesús, y que le acompañaban en todos sus viajes. El nombre de «apóstol», o sea, enviado o mensajero, no correspondía por de pronto a su misión, sino que más bien anunciaba el futuro.

Los apóstoles sabían muy bien que, mientras el Maestro estuviera con ellos, todo su afán debía consistir en prepararse para la misión que en el porvenir les estaba reservada. Si más de una vez discutieron entre sí acerca de la primacía, como se nos relata en los Evangelios, no hay que ver en ello una vanidad pueril, sino un ardiente celo por su tarea: cada uno quería asegurarse la mayor participación posible en los trabajos que les aguardaban. Sobre todo, no hemos de imaginarnos a los apóstoles como gente totalmente obtusa, ni creer que fuera vano el esfuerzo del Maestro en educarlos.

 La manera cómo Pedro, inmediatamente después de la ascensión del Señor, tomó en sus manos las riendas y propuso que se completara el número de los Doce, muestra bien a las claras que los apóstoles se daban perfecta cuenta de su misión. En cambio, estaban a obscuras sobre muchas cosas, aun después de haber recibido el Espíritu santo. Fue necesaria una revelación especial, para que Pedro se decidiera a impartir el bautismo a los paganos, a pesar de lo inequívoco que era el mandato del Señor.

Al tiempo de la ascensión, la comunidad contaba más de quinientas almas, a juzgar por el número de los que estaban reunidos cuando la gran aparición en Galilea. Sólo una parte de ellos vivía en Jerusalén o siguió a los apóstoles a esta ciudad, como lo indica el hecho de que en el cenáculo no asistieran más de ciento veinte.

 Pero en Jerusalén se produjo el primer gran incremento. Después del sermón de san Pedro el día de pentecostés, unas tres mil almas recibieron el bautismo; entre ellos debía haber muchos habitantes de Jerusalén. Poco tiempo después la comunidad contaba ya con cinco mil varones, lo que hace suponer un número total de diez mil a quince mil miembros cuando menos, cifra muy considerable si se tiene en cuenta que la ciudad tenía entonces poco más de cincuenta mil habitantes.

 A consecuencia de este aumento los apóstoles se vieron tan agobiados de trabajo, que tuvieron que procurarse auxiliares. Acaso podamos ver ya unos auxiliares de categoría inferior en los «jóvenes» que dieron sepultura a Ananías y Safira; sus funciones corresponderían a las que luego vemos desempeñar a los ostiarios o fosores.

Además, los apóstoles consagraron por medio de la imposición de manos a los siete diáconos (literalmente, sirvientes), que atendían al servicio de los pobres y actuaban también como predicadores o catequistas.

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