¿La Iglesia está superada?
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“Lo está desde hace mucho tiempo, como el cristianismo mismo. Asistió, impotente y con mala cara, al pujante movimiento del Renacimiento, que fue la época de los grandes descubrimientos, no solamente el de América, sino el de la imprenta, de la naturaleza, del poder de la razón y, sobre todo, de la inocencia del hombre, liberado de la tenaza dogmática y de la obsesión del pecado.
El Siglo de las Luces la vio refugiarse en la sombra de sus tempestades y, excepción hecha de algunos sacerdotes con la mente abierta a las nuevas ideas de libertad, igualdad y fraternidad, condenó a la Revolución francesa, sin comprender que ésta marcaba el derrocamiento definitivo de la vieja teología política del trono y del altar, el fin de las jerarquías verticales, y el advenimiento del sistema de relaciones horizontales de las sociedades modernas. No se incorporó a la democracia sino después de una larga resistencia, y demasiado tarde para convencer de su sinceridad. Si en ocasiones roza la historia, no entra jamás en ella, y camina muy a menudo a su saga a regañadientes. Todavía hoy, intenta obstruir los progresos de las ciencias, en particular los de la biología y de la medicina. No vive con su tiempo”.
Sin embargo, perdura.
Es verdad que si bien las Iglesias cristianas tienen “las palabras de la vida eterna”, no tiene siempre las de la vida cotidiana. Pero el desfasaje que se observa entre ellas y el mundo es inevitable: están un poco en la situación del pueblo judío del Antiguo Testamento, que caminaba con el misterio de su alianza en medio de las idolatrías circundantes.
El Renacimiento fue un fenómeno cultural excepcionalmente brillante, pero la religión penetra mucho más lejos que la cultura en las profundidades del corazón humano, alcanza ese lugar misterioso donde el ser toma conciencia de sí mismo, se interroga sobre la vida y la muerte, y delibera en la oscuridad con la esperanza y la desesperanza, el ser y la nada. La Revolución francesa no se propuso jamás responder a ese tipo de preguntas. Se hizo, según decía Chesterton, “con ideas cristianas que se volvieron locas”. O con ideas cristianas que se volvieron razonables, es decir cortadas de sus gozosas ambiciones de beatitud y de eternidad.
La libertad de conciencia, que es la primera de las libertades, por la que los cristianos murieron en el circo romano; la igualdad ante Dios, la única que no sufre ninguna excepción de derecho o de hecho, era para ellos una evidencia a la que no escapaba el mismo emperador, cuya efigie se rehusaban a adorar; en cuanto a la fraternidad, “es entre nosotros — escribía Tertuliano— de práctica corriente, pues todo lo que tenemos lo ponemos en común… excepto nuestras mujeres, la única cosa que los paganos comparten habitual mente”. Los valores de la divisa revolucionaria son de origen cristiano, y la Iglesia, sin duda, los habría identificado más fácilmente, si la primera, es decir la libertad, no hubiera sido contradicha tan pronto por la persecución, la segunda por lo arbitrario de los comités y la tercera por el patíbulo.
La lentitud de la Iglesia para “reconocer” la democracia sólo se iguala con la lentitud de la democracia para reconocer a la Iglesia. A comienzos de siglo, se asistió a un verdadero concurso de incomprensión recíproca entre la religión y la política.
El cura dictaba su voto a los fieles, y el oficial que iba a misa recibía una mala nota. Después la Iglesia recordó que su reino no era de este mundo, incluso si es en este mundo donde se cultiva la esperanza, y la democracia olvidó sus raíces metafísicas para atenerse a los principios morales que fundan su legitimidad, entre los cuales el más indiscutible, éste también de inspiración cristiana, consiste en reconocer igual dignidad a todos los hombres.
El reproche a su costumbre de oponer obstáculos a los progresos de la ciencia y de la medicina es examinado en las preguntas relativas a la bioética.
La invitación a “entrar en la historia”, periódicamente dirigida a la Iglesia, es un efecto de tribuna de una bella sonoridad provocativa y vana. “Entrar en la historia” ¿era enrolarse en la marina de Nelson, o en el ejército de tierra de Napoleón? ¿Y qué es la historia, de la que se habla como de una especie de divinidad, hija de la Evolución, madre del Progreso, infalible, aunque ciega, y que sobrevolaría las ruinas de nuestras guerras y de nuestras locuras, anunciando mañanas que cantan, en nombre de los anteayeres que lloran y de los antiguos tiempos que gruñen en sus cavernas? En tiempos del Evangelio, la historia era Tiberio y todas las miradas estaban vueltas hacia Roma. ¿Quién se habría preocupado del nacimiento de un niño en las cercanías de Belén, al abrigo de un peñasco? Era lo contrario de lo que llamamos un acontecimiento. No se desconfía bastante de la discreción de Dios, y de su tendencia a pasar desapercibido.
En cuanto a la expresión “vivir con su tiempo”, es una de esas fórmulas prefabricadas que nos sirven en general para enmascarar una abdicación moral o un aflojamiento de nuestra combatividad. Si Cristo hubiera “vivido con su tiempo” no cabe duda de que su aventura habría acabado menos dolorosamente; no habría habido aventura en absoluto. En lugar de contrariar violentamente las ideas hechas, su elocuencia, corriendo majestuosamente en el lecho del conformismo, habría encantado al Sanedrín, y se habría terminado por verlo, rodeado de atenciones, en las fiestas de Poncio Pilato. En resumen, habría entrado en nuestra historia, y nosotros no habríamos entrado jamás en la suya.
Hoy es claro en el Este, del lado donde el sol se levanta por fin, que la religión sobrevivirá a todos los sistemas. “La verdad nos liberará”, dice Cristo. Expresión de una exactitud sorprendente. Del mismo modo en que no es necesario mucho plutonio para hacer una bomba atómica, las más pequeñas verdades tienen una fuerza explosiva inimaginable. Basta con reconocer algunas en el imperio de la mentira, para que este imperio comience a dislocarse. Ahora bien, la Iglesia, por el Evangelio, partió unida con la verdad. No tiene nada que temer del tiempo. El Evangelio no está superado. Jamás fue alcanzado.
El Siglo de las Luces la vio refugiarse en la sombra de sus tempestades y, excepción hecha de algunos sacerdotes con la mente abierta a las nuevas ideas de libertad, igualdad y fraternidad, condenó a la Revolución francesa, sin comprender que ésta marcaba el derrocamiento definitivo de la vieja teología política del trono y del altar, el fin de las jerarquías verticales, y el advenimiento del sistema de relaciones horizontales de las sociedades modernas. No se incorporó a la democracia sino después de una larga resistencia, y demasiado tarde para convencer de su sinceridad. Si en ocasiones roza la historia, no entra jamás en ella, y camina muy a menudo a su saga a regañadientes. Todavía hoy, intenta obstruir los progresos de las ciencias, en particular los de la biología y de la medicina. No vive con su tiempo”.
Sin embargo, perdura.
Es verdad que si bien las Iglesias cristianas tienen “las palabras de la vida eterna”, no tiene siempre las de la vida cotidiana. Pero el desfasaje que se observa entre ellas y el mundo es inevitable: están un poco en la situación del pueblo judío del Antiguo Testamento, que caminaba con el misterio de su alianza en medio de las idolatrías circundantes.
El Renacimiento fue un fenómeno cultural excepcionalmente brillante, pero la religión penetra mucho más lejos que la cultura en las profundidades del corazón humano, alcanza ese lugar misterioso donde el ser toma conciencia de sí mismo, se interroga sobre la vida y la muerte, y delibera en la oscuridad con la esperanza y la desesperanza, el ser y la nada. La Revolución francesa no se propuso jamás responder a ese tipo de preguntas. Se hizo, según decía Chesterton, “con ideas cristianas que se volvieron locas”. O con ideas cristianas que se volvieron razonables, es decir cortadas de sus gozosas ambiciones de beatitud y de eternidad.
La libertad de conciencia, que es la primera de las libertades, por la que los cristianos murieron en el circo romano; la igualdad ante Dios, la única que no sufre ninguna excepción de derecho o de hecho, era para ellos una evidencia a la que no escapaba el mismo emperador, cuya efigie se rehusaban a adorar; en cuanto a la fraternidad, “es entre nosotros — escribía Tertuliano— de práctica corriente, pues todo lo que tenemos lo ponemos en común… excepto nuestras mujeres, la única cosa que los paganos comparten habitual mente”. Los valores de la divisa revolucionaria son de origen cristiano, y la Iglesia, sin duda, los habría identificado más fácilmente, si la primera, es decir la libertad, no hubiera sido contradicha tan pronto por la persecución, la segunda por lo arbitrario de los comités y la tercera por el patíbulo.
La lentitud de la Iglesia para “reconocer” la democracia sólo se iguala con la lentitud de la democracia para reconocer a la Iglesia. A comienzos de siglo, se asistió a un verdadero concurso de incomprensión recíproca entre la religión y la política.
El cura dictaba su voto a los fieles, y el oficial que iba a misa recibía una mala nota. Después la Iglesia recordó que su reino no era de este mundo, incluso si es en este mundo donde se cultiva la esperanza, y la democracia olvidó sus raíces metafísicas para atenerse a los principios morales que fundan su legitimidad, entre los cuales el más indiscutible, éste también de inspiración cristiana, consiste en reconocer igual dignidad a todos los hombres.
El reproche a su costumbre de oponer obstáculos a los progresos de la ciencia y de la medicina es examinado en las preguntas relativas a la bioética.
La invitación a “entrar en la historia”, periódicamente dirigida a la Iglesia, es un efecto de tribuna de una bella sonoridad provocativa y vana. “Entrar en la historia” ¿era enrolarse en la marina de Nelson, o en el ejército de tierra de Napoleón? ¿Y qué es la historia, de la que se habla como de una especie de divinidad, hija de la Evolución, madre del Progreso, infalible, aunque ciega, y que sobrevolaría las ruinas de nuestras guerras y de nuestras locuras, anunciando mañanas que cantan, en nombre de los anteayeres que lloran y de los antiguos tiempos que gruñen en sus cavernas? En tiempos del Evangelio, la historia era Tiberio y todas las miradas estaban vueltas hacia Roma. ¿Quién se habría preocupado del nacimiento de un niño en las cercanías de Belén, al abrigo de un peñasco? Era lo contrario de lo que llamamos un acontecimiento. No se desconfía bastante de la discreción de Dios, y de su tendencia a pasar desapercibido.
En cuanto a la expresión “vivir con su tiempo”, es una de esas fórmulas prefabricadas que nos sirven en general para enmascarar una abdicación moral o un aflojamiento de nuestra combatividad. Si Cristo hubiera “vivido con su tiempo” no cabe duda de que su aventura habría acabado menos dolorosamente; no habría habido aventura en absoluto. En lugar de contrariar violentamente las ideas hechas, su elocuencia, corriendo majestuosamente en el lecho del conformismo, habría encantado al Sanedrín, y se habría terminado por verlo, rodeado de atenciones, en las fiestas de Poncio Pilato. En resumen, habría entrado en nuestra historia, y nosotros no habríamos entrado jamás en la suya.
Hoy es claro en el Este, del lado donde el sol se levanta por fin, que la religión sobrevivirá a todos los sistemas. “La verdad nos liberará”, dice Cristo. Expresión de una exactitud sorprendente. Del mismo modo en que no es necesario mucho plutonio para hacer una bomba atómica, las más pequeñas verdades tienen una fuerza explosiva inimaginable. Basta con reconocer algunas en el imperio de la mentira, para que este imperio comience a dislocarse. Ahora bien, la Iglesia, por el Evangelio, partió unida con la verdad. No tiene nada que temer del tiempo. El Evangelio no está superado. Jamás fue alcanzado.
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