Un minuto con Dios

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Creo no equivocarme si pienso que tú eres enemigo de la violencia y en esto pienso como tú; pero quizá no has detenido tu reflexión en la raíz de toda violen­cia, que es el pecado; y, en consecuencia, si eres ene­migo del efecto, que es la violencia, debes serlo de la causa, que es el pecado.

Todo pecado violenta los derechos de Dios y de los hombres; si debemos erradicar del mundo toda vio­lencia, hemos de comenzar haciendo desaparecer el pecado; pues, mientras permanezca la causa, producirá sus efectos; mientras dure el pecado, no podremos es­perar que desaparezca la violencia.

La violencia tiene que hacérsela personalmente cada uno a sí mismo: a sus propias inclinaciones, cuando no sean rectas; al propio egoísmo, que enerva y des­orienta; a las pasiones que nos apartan de nuestro fin; contra todo esto, cuanta más violencia ejerzamos, mejor.

“El Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo conquistan” (Mt, 11-12).

La violencia que debemos hacernos a nosotros mismos, para ser justos en la pre­sencia de Dios; no la violencia que podemos hacer con los demás. La violencia que responde a la moni­ción del Señor, que nos manda tomar nuestra cruz y seguirle (Mt, 16, 24).

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