Un minuto con Dios

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No es lo mismo el fracaso del apostolado, que el fracaso del apóstol; el confundir las dos cosas puede llevar o a un conformismo estéril o a un desaliento derrotista.

El fracaso de la acción apostólica puede ser inculpa­ble e imprevisible; en último término, la decisión la toma cada persona en uso de su libertad, sin presiones de ninguna clase.

Se podrán poner todas las condicio­nes previas, se podrán dar todos los pasos requeridos y, sin embargo, no conseguir lo que se pretende, por chocar contra la dureza de un corazón cerrado.

Pero lo más triste será el fracaso del apóstol; que el apóstol no se haya sentido apóstol, que no haya obrado como tal, que no se haya preocupado de ser él lo que exigía a los demás, o se lo proponía como ideal: esto constituye el fracaso del apóstol, que lleva lógicamen­te, no tanto al fracaso, cuanto a la negación de la ac­ción apostólica.

“Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rom, 8, 38-39).

Es el amor al Señor Jesús el que nos debe mover en toda nuestra acción apostólica; si amamos al Señor, debemos hacerlo amar por todos.

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