Un minuto con Dios

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Un testigo da su palabra, compromete su palabra y con ella su honor y su vida; pero no siempre se hace caso al testigo ni se le tiene en cuenta.

El testigo, por dar su palabra, es una voz; una voz que afirma la verdad, que defiende los derechos de la verdad; pero una voz, que en muchas ocasiones resuena en el desierto, vale decir, una voz que nadie escucha, a quien nadie hace caso.

Pero lo importante del testigo no es tanto que sea una voz escuchada y aceptada, cuanto una voz que suene, que siempre persista en sonar, que no se canse de gritar; eso es lo que hace que sea voz; pues, si se calla, deja de ser voz para convertirse en un silencio, que podrá ser conformismo y tácita aceptación.

Mi vida deberá, pues, ubicarse en la categoría de voz que oportuna e inoportunamente suena, habla, llama la atención, exhorta, reprueba, orienta; una palabra, una voz que, cuanto mayor es el desierto en el que suena, más intensa es su decisión de persistir.

“Todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios, ofrézcanse a si mismos como hostia viva, santa y grata a Dios y den testimonio por doquiera de Cristo; y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna, que hay en ellos” (LG, 10).

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