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Un minuto con Dios

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Modernamente se está hablando mucho de complejos que alteran la vida del hombre.

Unos tienen complejos de inferioridad, que los anulan.

Otros, complejos de timidez, que los inhiben.

No faltan quienes experimentan el complejo de su­perioridad o del dominio, que los lanza a empresas desorbitadas que ineludiblemente terminan en fracasos desalentadores.

Dicen los psicólogos que, quién más, quién menos, todos estamos en el ámbito de algún complejo.

¿Por qué entonces extrañarse de tener el complejo de Dios?

Si, al fin y al cabo, es el único complejo verdadera­mente liberador, el único que no aplasta, sino que alienta, el único que no corta las alas sino que las ex­tiende y aumenta su potencialidad.

Ver en todo a Dios no destruye la propia personali­dad, sino que la reafirma, la orienta, la fundamenta y robustece.

“Exaltándose a si mismo el hombre como regla absoluta, o hundiéndose hasta la desesperación, la duda y la ansiedad se siguen en consecuencia… La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, con capacidad para conocer y amar a su Creador y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible, para gobernarla y usarla, glorificando a Dios” (GS, 12).

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