El cáncer, el miedo y la paz
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El niño estaba temblando de miedo en el balcón del segundo piso. Oía voces, pero no veía nada.
El primer piso estaba en llamas, y Tomasito había quedado atrapado en una espesa nube de humo.
De repente, en medio del confuso griterío que escuchaba desde la calle, Tomasito oyó la voz de su padre diciéndole: “¡Mi hijo, tírate que yo te aparo!” “¡Papá”, gritó a su vez Tomasito, “no te veo!” “¡Pero, yo sí te veo a ti!”, repitió el padre, “¡Tírate! ¡Tírate…!” El niño confió, se lanzó al vacío, y fue recibido amorosamente en los brazos de su padre.
Allí en aquellos brazos ya no tuvo miedo. Allí en aquellos brazos recuperó la paz.
He oído recientemente, una historia mucho más impresionante que esta anécdota que acabo de relatar.
Se trata de un hombre que tiene cáncer. Y en medio del miedo inicial que le produjo esta realidad, y del confuso griterío de gente tratando de ocultarle la verdad, ha oído en su interior la voz de Dios diciéndole: ¡Cuenta conmigo! Y este hombre, al igual que el niño de la anécdota, se ha dejado caer confiadamente en brazos de su Padre.
¡El resultado ha sido idéntico! Ya no hay miedo. Hay paz. Y donde hay paz, no hay miedo.
Quizás no haya sentido usted nunca miedo, pero sí desaliento, ansiedad, cansancio, tal vez confusión… En el evangelio de este domingo (Juan 20, 19-31) aparece la primera palabra que dirigió el Señor a sus discípulos después de resucitado.
Y esa palabra (ya lo adivinó usted) fue la palabra paz. Ellos estaban aterrados. Necesitaban paz. Y eso fue lo que él les dio: su paz.
Ya antes había anunciado que su paz era diferente, y que era un regalo suyo, cuando declaró: “Mi paz les dejo, mi paz les doy. La paz que yo les doy no es como la que da el mundo. Que no haya en ustedes ni angustia ni miedo” (Juan 14,27).
Esta paz que el Señor da es valor, es fuerza, es equilibrio. También es entusiasmo, es alegría, es confianza.
Dice el Cardenal Gomá que esta paz “es todo el fruto de la redención y todo el secreto de la vida cristiana”.
Amigo, en los brazos del Señor hay paz para usted y para mí, y hoy es el mejor día para recibirla.
La pregunta de hoy
¿Cómo se consigue esa paz? Esa paz no se consigue ni se merece: se recibe. Es un regalo, es un don.
La fórmula para recibirla nos la da San Pablo. Héla aquí: “El Señor está cerca, no se angustien por nada. En lo que sea, presenten a Dios sus peticiones con esa oración y esa súplica que incluye acción de gracias, y así la paz de Dios, que supera todo razonar, custodiará sus mentes y sus corazones por medio del Mesías Jesús” (Filipenses 4, 6 y 7).
De modo que para conseguirla sólo hay que pedirla con confianza.
Y si nosotros, que comparados con Dios somos malos, damos cosas buenas a nuestros hijos, cuánto más nos dará nuestro Padre Dios esa paz si se la pedimos.
El primer piso estaba en llamas, y Tomasito había quedado atrapado en una espesa nube de humo.
De repente, en medio del confuso griterío que escuchaba desde la calle, Tomasito oyó la voz de su padre diciéndole: “¡Mi hijo, tírate que yo te aparo!” “¡Papá”, gritó a su vez Tomasito, “no te veo!” “¡Pero, yo sí te veo a ti!”, repitió el padre, “¡Tírate! ¡Tírate…!” El niño confió, se lanzó al vacío, y fue recibido amorosamente en los brazos de su padre.
Allí en aquellos brazos ya no tuvo miedo. Allí en aquellos brazos recuperó la paz.
He oído recientemente, una historia mucho más impresionante que esta anécdota que acabo de relatar.
Se trata de un hombre que tiene cáncer. Y en medio del miedo inicial que le produjo esta realidad, y del confuso griterío de gente tratando de ocultarle la verdad, ha oído en su interior la voz de Dios diciéndole: ¡Cuenta conmigo! Y este hombre, al igual que el niño de la anécdota, se ha dejado caer confiadamente en brazos de su Padre.
¡El resultado ha sido idéntico! Ya no hay miedo. Hay paz. Y donde hay paz, no hay miedo.
Quizás no haya sentido usted nunca miedo, pero sí desaliento, ansiedad, cansancio, tal vez confusión… En el evangelio de este domingo (Juan 20, 19-31) aparece la primera palabra que dirigió el Señor a sus discípulos después de resucitado.
Y esa palabra (ya lo adivinó usted) fue la palabra paz. Ellos estaban aterrados. Necesitaban paz. Y eso fue lo que él les dio: su paz.
Ya antes había anunciado que su paz era diferente, y que era un regalo suyo, cuando declaró: “Mi paz les dejo, mi paz les doy. La paz que yo les doy no es como la que da el mundo. Que no haya en ustedes ni angustia ni miedo” (Juan 14,27).
Esta paz que el Señor da es valor, es fuerza, es equilibrio. También es entusiasmo, es alegría, es confianza.
Dice el Cardenal Gomá que esta paz “es todo el fruto de la redención y todo el secreto de la vida cristiana”.
Amigo, en los brazos del Señor hay paz para usted y para mí, y hoy es el mejor día para recibirla.
La pregunta de hoy
¿Cómo se consigue esa paz? Esa paz no se consigue ni se merece: se recibe. Es un regalo, es un don.
La fórmula para recibirla nos la da San Pablo. Héla aquí: “El Señor está cerca, no se angustien por nada. En lo que sea, presenten a Dios sus peticiones con esa oración y esa súplica que incluye acción de gracias, y así la paz de Dios, que supera todo razonar, custodiará sus mentes y sus corazones por medio del Mesías Jesús” (Filipenses 4, 6 y 7).
De modo que para conseguirla sólo hay que pedirla con confianza.
Y si nosotros, que comparados con Dios somos malos, damos cosas buenas a nuestros hijos, cuánto más nos dará nuestro Padre Dios esa paz si se la pedimos.
Luis García Dubus
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