La Iglesia es misógina
0:00
“Si se trata concretamente de la Iglesia católica, difícilmente se puede sostener lo contrario. Rehusa el sacerdocio a las mujeres, reserva sus dignidades y sus responsabilidades más altas a los hombres. Antiguamente, las mujeres eran encargadas del cobro de los asientos en las iglesias como en las plazas públicas, servían la mesa del cura, preparaban la decoración floral de las grandes fiestas y, si deseaban llevar una vida espiritual intensa no tenían otro recurso que entrar al convento donde, por otra parte, se encontraban bajo la dependencia de un sacerdote, quien les dispensaba sacramentos, consejos o directivas.
Hoy, su papel es poco más o menos el mismo, menos las sillas, más los cursos de catecismo, su tarea más importante entre sus diversas actividades subalternas. Se les confía asimismo la dirección de los colegios de niñas, pero ellas no determinan ni orientan la enseñanza en el más alto nivel. Además, fue necesario un concilio para decidir el concederles un alma, pues anteriormente no estaban muy seguros de que estuvieran dotadas. Si bien la Iglesia católica de hoy suavizó mucho su actitud hacia ellas, quedan todavía rastros de su antigua desconfianza, muchas veces expresada en un gran número de textos que es inútil citar, salvo uno, el de san Pablo, que los resume a todos: “Que la mujer se calle en la asamblea”.
Sin embargo, la Iglesia católica venera en la Virgen María al más grande de los seres creados.
Sin duda hubo en la Edad Media pensadores absurdos que sostenían que la mujer era un ser inferior, con el pretexto de que, según uno de los dos relatos del Génesis, fue creada después del hombre. Pero ya Aristóteles observaba que no existe en el mundo un absurdo que no encuentre algún filósofo dispuesto a sostenerlo, y su observación se puede extender a los pensadores religiosos que se imaginan que la función del teólogo es la de tenernos informados, al día, del estado de sus opiniones personales, cuando lo que tienen que hacer es trasmitimos el pensamiento de la Iglesia.
Los concilios, sobre todo en los primeros siglos del cristianismo, pasaron a veces más tiempo en condenar errores que en definir verdades. Y no se puede, en todo caso, imputar a la Iglesia las aberraciones que ella denunció. Tanto como no se puede reprochar al ministro de justicia todas las faltas que reprime el código penal. El argumento extraído del orden cronológico de la creación no es probablemente más que una farsa de seminaristas consagrados al celibato, y la frase de san Pablo conminando a las mujeres a callarse en la asamblea prueba principalmente que ellas formaban parte de ésta, cosa durante mucho tiempo inimaginable en nuestras asambleas parlamentarias. La emancipación de la mujer comenzó con el cristianismo, y todavía está lejos, a pesar de sus progresos, de haberse completado hoy día.
La supuesta vacilación de la Iglesia en cuanto a reconocer un alma a las mujeres es una estupidez desmentida por toda la historia cristiana. Las santas y mártires fueron veneradas desde los primeros siglos, su glorificación brilla en las paredes de Ravena, en las iglesias del siglo VI, y hubo siempre tantas mujeres como hombres en el catálogo romano de las canonizaciones, aunque sean menos numerosas en el calendario.
En la Edad Media había a veces abadesas que gobernaban a hombres, como en Fontevraud, y en muchos países reinaron mujeres: no fueron excluidas del trono de Francia más que en virtud de una ley fantasma oportunamente invocada para evitar la incorporación del reino a Inglaterra. Es igualmente la Edad Media la que inventó el “amor galante”, esa incursión insólita y sin mañana de la poesía en la historia.
Paradójicamente, el descenso de la mujer comenzó en el Renacimiento con la exaltación de su belleza física y el retoño de paganismo que coloca de nuevo a Venus y Apolo en el jardín cultural de los grandes de este mundo. Si uno visita la capilla funeraria de Diana de Poitiers, no percibirá en ella ningún símbolo cristiano, y las inscripciones que leerá en la tumba de esta amante del rey Enrique II provienen del legado literario de la Antigüedad. Las mujeres, ¡ay!, al menos aquellas que podían desempeñar un papel en la sociedad, cayeron en la trampa de una idolatría que no las rodeaba de adulaciones nada más que para abusar mejor de su deseo de agradar. Esa turbia mezcla de adoraciones mentirosas y desprecio cierto alcanzó en la literatura erotomaníaca de fines del siglo XVIII tal grado de abyección que el siglo XIX no hubiera podido superar sin la ayuda de su grosería natural, muy visible bajo la máscara descosida del romanticismo.
La “Belle Epoque” debía aplicar el toque final a esos malos tratos; la “mujer-objeto” iba a ser empaquetada y atada con cintas como mujer-regalo. Al mismo tiempo, y como por reacción, la especie de jansenismo degradado que se había apoderado de un gran número de mentalidades religiosas no veía ya en el mundo más que un solo pecado, el de la carne, del cual la mujer le parecía, sin que se atreviera a decirlo abiertamente, la única responsable.
La Iglesia no tiene ninguna responsabilidad en esta evolución, paralela a la declinación de su influencia y contraria a sus enseñanzas.
En cuanto al sacerdocio femenino, he aquí lo que pienso. El sacerdote dice la misa, y para la Iglesia católica la misa es una rememoración de la pasión de Cristo: entraña, por lo tanto, el recuerdo de una efusión de sangre (“esta es mi sangre, que será derramada por vosotros y por muchos para la remisión de los pecados”). Ahora bien, las mujeres dan la vida, no la muerte. Corresponde a los hombres el renovar un sacrificio del cual ellas no tienen la responsabilidad jurídica. Esta dificultad no se presenta en las Iglesias cristianas donde la evocación de la Cena es simbólica o simplemente conmemorativa. Todo esto no es nada más que una opinión personal. Establecido esto, diremos que el sacerdocio no es un “derecho” como el derecho al voto, sino un “llamado”, y el día en que las mujeres lo reciban, supongo que la Iglesia católica lo oirá al mismo tiempo que ellas.
Sabiendo que el Evangelio, que ella está encargada de anunciar, comienza con María y se termina con Magdalena, primer testigo de la resurrección, resultaría imperdonable para la Iglesia el ser misógina.
Cuando se dice la Iglesia, se piensa en general en el aspecto temporal de la institución, la cual es servida por hombres, no por ángeles. Y es ciertamente el error más grave de determinado cristianismo contemporáneo mantener los ojos obstinadamente fijos en la parte terrestre de la Iglesia, no ver en ella nada más que una administración, un poder, en fin eso que Platón y Simone Weil denominan un “gran animal”. Esa Iglesia no es un objeto de contemplación, sino un excelente tema de discordia.
Hoy, su papel es poco más o menos el mismo, menos las sillas, más los cursos de catecismo, su tarea más importante entre sus diversas actividades subalternas. Se les confía asimismo la dirección de los colegios de niñas, pero ellas no determinan ni orientan la enseñanza en el más alto nivel. Además, fue necesario un concilio para decidir el concederles un alma, pues anteriormente no estaban muy seguros de que estuvieran dotadas. Si bien la Iglesia católica de hoy suavizó mucho su actitud hacia ellas, quedan todavía rastros de su antigua desconfianza, muchas veces expresada en un gran número de textos que es inútil citar, salvo uno, el de san Pablo, que los resume a todos: “Que la mujer se calle en la asamblea”.
Sin embargo, la Iglesia católica venera en la Virgen María al más grande de los seres creados.
Sin duda hubo en la Edad Media pensadores absurdos que sostenían que la mujer era un ser inferior, con el pretexto de que, según uno de los dos relatos del Génesis, fue creada después del hombre. Pero ya Aristóteles observaba que no existe en el mundo un absurdo que no encuentre algún filósofo dispuesto a sostenerlo, y su observación se puede extender a los pensadores religiosos que se imaginan que la función del teólogo es la de tenernos informados, al día, del estado de sus opiniones personales, cuando lo que tienen que hacer es trasmitimos el pensamiento de la Iglesia.
Los concilios, sobre todo en los primeros siglos del cristianismo, pasaron a veces más tiempo en condenar errores que en definir verdades. Y no se puede, en todo caso, imputar a la Iglesia las aberraciones que ella denunció. Tanto como no se puede reprochar al ministro de justicia todas las faltas que reprime el código penal. El argumento extraído del orden cronológico de la creación no es probablemente más que una farsa de seminaristas consagrados al celibato, y la frase de san Pablo conminando a las mujeres a callarse en la asamblea prueba principalmente que ellas formaban parte de ésta, cosa durante mucho tiempo inimaginable en nuestras asambleas parlamentarias. La emancipación de la mujer comenzó con el cristianismo, y todavía está lejos, a pesar de sus progresos, de haberse completado hoy día.
La supuesta vacilación de la Iglesia en cuanto a reconocer un alma a las mujeres es una estupidez desmentida por toda la historia cristiana. Las santas y mártires fueron veneradas desde los primeros siglos, su glorificación brilla en las paredes de Ravena, en las iglesias del siglo VI, y hubo siempre tantas mujeres como hombres en el catálogo romano de las canonizaciones, aunque sean menos numerosas en el calendario.
En la Edad Media había a veces abadesas que gobernaban a hombres, como en Fontevraud, y en muchos países reinaron mujeres: no fueron excluidas del trono de Francia más que en virtud de una ley fantasma oportunamente invocada para evitar la incorporación del reino a Inglaterra. Es igualmente la Edad Media la que inventó el “amor galante”, esa incursión insólita y sin mañana de la poesía en la historia.
Paradójicamente, el descenso de la mujer comenzó en el Renacimiento con la exaltación de su belleza física y el retoño de paganismo que coloca de nuevo a Venus y Apolo en el jardín cultural de los grandes de este mundo. Si uno visita la capilla funeraria de Diana de Poitiers, no percibirá en ella ningún símbolo cristiano, y las inscripciones que leerá en la tumba de esta amante del rey Enrique II provienen del legado literario de la Antigüedad. Las mujeres, ¡ay!, al menos aquellas que podían desempeñar un papel en la sociedad, cayeron en la trampa de una idolatría que no las rodeaba de adulaciones nada más que para abusar mejor de su deseo de agradar. Esa turbia mezcla de adoraciones mentirosas y desprecio cierto alcanzó en la literatura erotomaníaca de fines del siglo XVIII tal grado de abyección que el siglo XIX no hubiera podido superar sin la ayuda de su grosería natural, muy visible bajo la máscara descosida del romanticismo.
La “Belle Epoque” debía aplicar el toque final a esos malos tratos; la “mujer-objeto” iba a ser empaquetada y atada con cintas como mujer-regalo. Al mismo tiempo, y como por reacción, la especie de jansenismo degradado que se había apoderado de un gran número de mentalidades religiosas no veía ya en el mundo más que un solo pecado, el de la carne, del cual la mujer le parecía, sin que se atreviera a decirlo abiertamente, la única responsable.
La Iglesia no tiene ninguna responsabilidad en esta evolución, paralela a la declinación de su influencia y contraria a sus enseñanzas.
En cuanto al sacerdocio femenino, he aquí lo que pienso. El sacerdote dice la misa, y para la Iglesia católica la misa es una rememoración de la pasión de Cristo: entraña, por lo tanto, el recuerdo de una efusión de sangre (“esta es mi sangre, que será derramada por vosotros y por muchos para la remisión de los pecados”). Ahora bien, las mujeres dan la vida, no la muerte. Corresponde a los hombres el renovar un sacrificio del cual ellas no tienen la responsabilidad jurídica. Esta dificultad no se presenta en las Iglesias cristianas donde la evocación de la Cena es simbólica o simplemente conmemorativa. Todo esto no es nada más que una opinión personal. Establecido esto, diremos que el sacerdocio no es un “derecho” como el derecho al voto, sino un “llamado”, y el día en que las mujeres lo reciban, supongo que la Iglesia católica lo oirá al mismo tiempo que ellas.
Sabiendo que el Evangelio, que ella está encargada de anunciar, comienza con María y se termina con Magdalena, primer testigo de la resurrección, resultaría imperdonable para la Iglesia el ser misógina.
Cuando se dice la Iglesia, se piensa en general en el aspecto temporal de la institución, la cual es servida por hombres, no por ángeles. Y es ciertamente el error más grave de determinado cristianismo contemporáneo mantener los ojos obstinadamente fijos en la parte terrestre de la Iglesia, no ver en ella nada más que una administración, un poder, en fin eso que Platón y Simone Weil denominan un “gran animal”. Esa Iglesia no es un objeto de contemplación, sino un excelente tema de discordia.
0 comentarios