Un minuto con Dios

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En el tiempo de la poda, pareciera como si el árbol derramara lágrimas; eí insensible podador corta las ramas sin compasión, despoja al árbol de sus brazos y ralea su ramaje sin piedad.

Por cada una de las heridas el árbol destila la sangre de su queja o de su protesta; el alma del árbol, como si levantara el grito contra semejante atropello.

Sin embargo, ello sirvió para que esa alma se contrajera, se replegara durante largos días de invierno y así no fuera alcanzada allá en la interioridad de su savia por el frío que mata.

Luego vino la primavera y los brotes anunciaron que el árbol no sólo no estaba muerto, sino que había recuperado nueva vida, nueva pujanza, nueva fecundidad en flores y frutos.

En tu vida el dolor desempeña el papel de podador; tú podrás tal vez quejarte con pesimismo; pero si tienes fe, si unes tu dolor al dolor redentor de Cristo, te podrá servir de nueva fuerza en tu vida.

El invierno no es muerte; es reconcentración de vida, que luego eclosiona en la primavera con las flores y en el verano con los frutos. Las flores y los frutos de tu vida espiritual deben salir y manifestarse; de lo contrario, pese a tu actividad, se podrá decir que estás en verdad muerto, como cantó el poeta:
No son los muertos los que en dulce calma
la paz reposan de la tumba fría;
muertos son los que tienen muerta el alma,
y viven todavía.

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