Un minuto con Dios

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Con no poca profundidad se afirmó que es fácil de­jarse elevar en el ofertorio, pero ya no resulta tan fá­cil dejarse masticar en la comunión.

El racimo de uva luce más cuando en la cepa mues­tra sus granos henchidos y maduros; pero aprovecha más cuando los granos son triturados por los dientes, o en la prensa que los estruja y les arranca su jugo vital.

En no pocas ocasiones nuestra acción podrá ser vi­sible a los demás; quizá, en cambio, nuestra acción será más beneficiosa para nosotros y para los demás, cuando el deber nos obligue a permanecer en el silen­cio de la oscuridad y desconocimiento, o en la inmo­lación del dolor.

No basta vivir para los demás; será preciso inmo­larse, desvivirse por los demás.

“Ni vuestros holocaustos me son gratos, ni vuestros sacrificios me complacen” (Jer, 6, 20).

No son los ho­locaustos o sacrificios lo que agrada al Señor, sino el espíritu con que le ofrecemos esos sacrificios; con razón dice San Juan de la Cruz, que “Dios no mira lo que le ofrecemos, sino el corazón con que se lo ofrecemos”.

Gracias a Dios, que así es; pues nada podemos ofrecer­le al Señor, que sea digno de El; en cambio, sí le po­demos ofrecer nuestro corazón: pequeño y pobrecillo, pero todo entero.

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