Un minuto con Dios

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En el siglo de la productividad incentivada, los hom­bres nos estamos fijando más en hacer, que en ser.

Sin embargo, el hacer no tiene sentido si no es una exigencia del ser.

El hacer puede convertirse en un activismo, en un dinamismo, en una acción descontrolada, siempre que a ese hacer no responda un ser íntimo y profundo.

Porque, en ese caso, ese hacer, hacer… se convierte en un estéril aparecer.

El ser exige una transformación sincera y profunda, que cambia toda mi vida y en consecuencia también el hacer; y cambia el hacer, porque entonces el hacer es legítimo, auténtico, profundo, apostólico.

Y el único que puede juzgarme si “soy” de verdad, es mi propia conciencia, siempre que no la tenga o acallada o deformada; y mi conciencia, en último tér­mino, no es sino la voz de Dios.

“Muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; por­que tu voz es dulce y gracioso tu semblante” (Cant, 2, 14).

Es bueno hablar a Dios; pero no es menos bueno, ni menos provechoso, oír la voz de Dios; nada de cuanto nosotros le podamos decir a Dios, lo ignora El; en cambio, El puede decirnos a nosotros muchas cosas ignoradas u olvidadas por nosotros.

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